martes, 15 de septiembre de 2009

NEW YORK.


Frío. Intenso. Andamos cogidos del brazo hacia la cincuenta y cinco con la séptima, atardece entre la neblina azulada iluminada por un sol pálido y difuso y los miles de pequeños globos de luz del tráfico que bailan, se entrecruzan, oscilan y desaparecen entre un bosque de ámbar rojo y verde.
Los edificios ganan con su luz a la menguante del cielo neoyorquino proyectándola hacia la calle a través de sus grandes ventanas que darán vida a la ciudad hasta el próximo amanecer. Las espadas del edificio Chrysler aparecen y desaparecen entre las nubes bajas mientras el día se va del todo y la ciudad es ahora el sol que ilumina las sombras de la oscuridad nocturna.
La aproximación al aeropuerto J.F. Kennedy se hace desde el Atlántico, después de sobrevolar bosques pardos, despoblados de vegetación por el invierno, playas extensas y urbanizaciones salpicadas de canales y pequeños lagos por donde navegan lanchas y gabarras en todas direcciones. Al fondo entre la contaminación y la pátina fría de la atmósfera se perfila Manhattan como un bastión de acero y hormigón de puntas afiladas. Por alguna razón siempre he venido a New York en invierno y ésa es la percepción que ha quedado en mí. La primera vez fue en 1974 después de nuestra boda en San Francisco, después en otras ocasiones algunas con nuestro hijo, en todas recuerdo el intenso frío parados en las esquinas de las calles leyendo acerca de los edificios de Art-deco, orientándonos hacia Gramercy Park, Tribeca o el Whitney Museum of American Art en busca de las incomparables obras de Edward Hopper.
Nuestro objetivo en este anochecer ventoso y gélido es el Carnegie Deli donde elegimos una mesa junto a la cocina; no es todavía la hora de la cena y el local está semivacío con las camareras junto a nosotros en una mesa charlando y riendo en voz alta. Casi antes de sentarnos alguien ha dejado ya un cuenco lleno de pickles sobre la mesa junto a la carta. En ella todo incita al paladar pero destacan el sandwich de pastrami, el de corned beef, roast beef y jamón con queso acompañados de cole slaw - col agria - o ensalada de patatas. Los sandwiches son de más de cinco centímetros de alto y aun teniendo mucha hambre es difícil comer más de la mitad de uno, pero no importa, en este país todo el mundo se lleva las sobras a su casa con las que se soluciona la comida o la cena del día siguiente.
El pastrami es especialmente delicioso y tuvo su origen en Turquía. El pastirma, fue traído a New York por los inmigrantes judíos que lo llamaban pastrami. Es carne de vaca a la que se le somete a un laborioso proceso de curación tanto con sal como dejándola al aire libre por varios períodos de tiempo, se le cubre asimismo con un adobo de alholva, también llamado heno griego, ajo y pimientos de chile. El pastrami se corta en capas muy delgadas con un cuchillo muy afilado, nunca con máquina, y se sirve con generosidad formando un considerable grosor entre las tapas del sandwich.
Hacemos el mismo camino de vuelta andando hasta el Waldorf Astoria donde nos sentamos en uno de sus bares a charlar hasta que llega el momento de irse a la cama cansados de un largo día de más de ocho horas de viaje en avión.
El reloj interior me despierta a las cinco de la mañana, es aún noche cerrada, como no tengo ninguna intención de levantarme todavía oigo la radio en un pequeño transistor que siempre llevo conmigo disfrutando de esa grata sensación de duermevela entre el calor de las mantas. Alguien entrevista al autor de ciencia-ficción Jon Armstrong que acaba de publicar un nuevo libro titulado Grey. El mismo autor lee el primer capítulo del libro que resulta intrigante, sofisticado, elegante, predisponiendo a leer el resto.
Me levanto y preparo un poco de café, la luz pálida del amanecer comienza a remplazar a la artificial de la ciudad, en la radio canta Helen Kane ¨ Get Out and Get Under the Moon ¨ me sirvo una taza de café y observo las ventanas iluminadas, oficinas vacías aún, espacios que se irán llenando en las próximas horas, abajo casi a nivel de la calle por donde circulan diminutos taxis de color amarillo unos grandes ventanales dejan ver a un buen número de personas que levantan pesas, caminan sobre cintas sin fin o hacen bicicleta. Miro el reloj: sólo son las seis de la mañana. Me pregunto cómo podrán aguantar después del ejercicio una larga jornada de trabajo y preocupaciones hasta que la luz sea similar a la que hay ahora y puedan volver a descansar a sus casas. Me consuelo pensando que la mayor parte de ellos tendrán al menos veinte años menos que yo sobre las espaldas y por lo tanto otra forma de encarar sus esfuerzos.
Viajamos en el metro. Nuestro primer destino hoy es Ground Zero en el World trade center. Cinco días después de la tragedia en un avión casi vacío por el miedo que se apoderó de la gente sobrevolamos el gran hueco aún cubierto de espesas columnas de humo, aterrizamos en el aeropuerto donde todo estaba en silencio, los comercios cerrados, muy pocos viajeros y parejas de soldados portando M-16 patrullando en las terminales.
Hace sol y algo de viento, frío. Nos paramos bajo el techo voladizo que cubre las escaleras mecánicas por donde sube y baja la gente continuamente. Alrededor nuestro otros turistas hacen como nosotros intentando situarse en el lugar. Todo el perímetro del atentado está rodeado de vallas metálicas cubiertas de lona. No hay flores ni velas ni nada que recuerde la tragedia excepto algunos carteles fotográficos muy genéricos que no se corresponden con la magnitud de la tragedia, y llama la atención que no haya si siquiera una foto del impacto en las torres, imágenes que quedaron grabadas para siempre en las mentes del mundo entero.
Recorremos todo el área atisbando a través de algún roto en las alambradas, de un desgarro en las lonas que tapan la vista, en el inmenso hueco trabajan excavadoras y obreros, camiones que retiran la tierra para la nivelación que dará paso a las nuevas construcciones que ya están en marcha. La corporación para la renovación de la zona lleva cinco años reconstruyendo bajo el lema "recordar, reconstruir,
renovar". En cuanto al recuerdo, se ha abierto un centro de visitantes en 120 Liberty Street del que nadie nos informa y no tenemos la suerte de descubrir, al parecer está dedicado enteramente a todo lo que aconteció antes, durante y después de los atentados. Eso explica nuestra extrañeza al no encontrar ningún recuerdo en la zona del impacto.
Andamos largo rato hacia el puente de Brooklyn no sin antes detenernos en la capilla de San Pablo situada enfrente del World Trade Center que data de 1766, en su jardín hay un antiguo cementerio que contrasta con el fondo de rascacielos y actividad de toda la zona, su construcción es similar a la de Saint Martin in-the-Fields de Londres. En el ataque del once de septiembre de 2001 que hizo que se derrumbasen las torres del World Trade Center la capilla de San Pablo se constituyó en lugar de refugio y descanso para todos aquellos que ayudaban en el desastre: durante ocho meses cientos de voluntarios trabajaron en turnos de doce horas día y noche sirviendo comidas, preparando camas, rezando y consolando a bomberos, trabajadores, policías y ciudadanos en general. En los pasillos laterales de la capilla hay fotos, flores y recuerdos de víctimas, de sus familias y de muchos de los que ayudaron en aquellas trágicas horas.
Los arcos neogóticos y el entramado del puente nos acoge caminando hacia el centro del East River a cuarenta metros de altura enredándonos en la tela de araña de los cables que sustentan el puente de color blanco y café, posiblemente la más maravillosa seña de identidad de la ciudad. A nuestra espalda dejamos el edificio Woolworth de cincuenta y cinco pisos, joya neogótica que recuerda las catedrales europeas de ese estilo, por eso se la denominó la catedral del comercio. Sus detalles góticos a escala masiva en lo alto del edificio hace posible la contemplación de toda su belleza arquitectónica desde la calle.
Retrocedemos del puente adentrándonos en la calle Bowery,Lafayette, Canal y Houston en donde se asientan los barrios italiano y chino, little Italy y Chinatown, en ellos hay algunos de los mejores restaurantes de sus cocinas autóctonas y decidimos comer y entonarnos en uno italiano.
Recuperada la energía gastada en caminar durante toda la mañana y entrados en calor con un plato de pasta y ensalada, volvemos a las bajas temperaturas de la calle y como estamos al lado de Bowery y Lafayette aprovechamos para visitar el Merchant´s House Museum, casa construida en 1832 y que perteneció al Sr. Samuel Tredwell Skidmore comerciante adinerado que en aquel tiempo compartió la zona con casas de la misma calidad, su hija Gertrude vivió en ella durante noventa y tres años hasta 1933 dejando todo el mobiliario y enseres tal como los había conocido convirtiéndose en museo a partir de 1936. Resulta interesante, romántico y nostálgico comprobar cómo hacían su vida cotidiana los miembros de aquella familia, como pasaron de las velas y las lámparas de aceite al gas hasta la llegada de la luz. Los esfuerzos y el tiempo invertido en acarrear agua para calentarla en un fuego bajo en la cocina, después en un horno construido en la pared y más tarde en las cocinas de leña y carbón. Las habitaciones oscuras de la primera planta con grandes camas de madera labrada y espesos cortinajes en las ventanas que vieron el nacimiento, las enfermedades y el adiós de muchos seres queridos a lo largo de los años. Y no olvidemos que eran los privilegiados, los que podían vivir mejor.
De nuevo amanecemos temprano en parte por el cambio de horario y también por el continuo tamborileo de la lluvia sobre los ventanas de la habitación del hotel, ya la tarde anterior saliendo del Merchant´s museum comenzó a llover, lo que nos persuadió para buscar el cobijo del hotel y terminar la velada arrellanados en el bar.
Las previsiones para hoy son de lluvia, frío y viento por lo que consideramos que pasar la mañana en el Metropolitan es la mejor opción. Es éste la joya más importante entre los múltiples y variados museos de la ciudad, en él la historia, las artes y el devenir de todas las culturas forman un racimo de diferentes opciones para el visitante. Para nosotros que ya lo hemos recorrido en varias ocasiones exhaustivamente se trata de pasear una vez más recreándonos en aquellas salas que son más de nuestro gusto.
Al salir de nuevo a la calle sobre las tres de la tarde nos encontramos con la grata sorpresa de que la tormenta ha pasado y brilla un sol radiante en un cielo profundamente azul. Esto nos anima a desplazarnos a The Hispanic Society of America para el estudio del arte y la cultura de España, Portugal e Hispano-américa. Archer Milton Huntington fué un enamorado de España que recorrió a finales del siglo XIX y principios del XX, siguiendo los pasos del Cid desde Burgos a Valencia, recogiendo manuscritos, artesanía, llenando su museo con mapas, fotografías, cuadros, cerámicas recogidos durante un período de cincuenta años. Magníficos ejemplos de muebles, textiles, cristal, joyas así como una librería con más de doscientos cincuenta mil libros, documentos y manuscritos que van desde el siglo doce hasta la actualidad.
El Sr. Huntington comenzó las obras de construcción del Audubon Terrace entre las calles 155 y 156 al oeste de Broadway en la parte alta de Manhattan a partir de 1904 como un centro cultural ofreciendo los terrenos a otras instituciones culturales y contribuyendo a la construcción de sus edificios.
La visita a la sala principal del museo provista de una galería superior es un viaje en el tiempo hacia una España antigua perdida en la historia que nos hace pensar en la lucha de un pueblo que brilló a lo largo de cientos de años de esplendor no igualados por otras naciones y que ahora es sólo reconocible por artefactos y documentos que el paso de los siglos va convirtiendo en polvo.
A la derecha se sitúa la sala de Sorolla inaugurada en 1926 que se utiliza para la restauración de cuadros y de la que salen algunas voces femeninas que trabajan en la paciente tarea de recuperar los lienzos. En conjunto, el museo necesita un profundo lavado de cara, una actualización que estimule al público a conocer una nación europea que fue mucho más que los tópicos manidos del folklore ibérico y que dejó su idioma y su cultura errónea unas veces y otras muchas acertadamente en los inmensos territorios americanos adelantándose cinco siglos a los actuales dueños del continente.
Como no hemos comido nada desde el desayuno montamos en el metro en dirección a Grand Central Station. El magnífico domo del patio central da paso a una serie de pasillos con un aire de caverna por donde circulan más de quinientas mil personas cada día, construida en 1913 y restaurada en 1998 por la iniciativa de Jacqueline Kennedy, la estación a vuelto a recuperar la romántica grandeza de los días dorados del ferrocarril.
Dentro de la estación hay unas noventa concesiones de tiendas y restaurantes, la joya de todas ellas es el Grand Central Oyster Bar and Restaurant al que nos dirigimos y en el que hemos cenado en diversas ocasiones quedando muy complacidos. Pero no esta vez, el cóctel de langostinos y las ostras alegran con su calidad el paladar al tiempo que la vista se recrea en las bóvedas cubiertas de azulejos del restaurante. De plato principal pedimos pescado al grill que está crudo y hay que devolver a la cocina y por mi parte la especialidad de la casa una bullabesa deslavazada y fría que también regresa a la cocina tardando ambos platos una eternidad en volver.
Al día siguiente, cansados y algo destemplados por el fuerte aire frío, decidimos sentarnos en una de las embarcaciones que recorren la isla de Manhattan con sus ríos, puentes, barrios y, cómo no, la Estatua de la Libertad. Es éste un recorrido interesante porque brinda la oportunidad de ver desde otra perspectiva el conjunto de Manhattan. El resto del día lo pasamos en el cine y en un restaurante mejicano.
Domingo. Brunch en la espaciosa y elegante entrada del Waldorf. Las notas del piano y las conversaciones de los comensales se mezclan con el tintineo de copas y la variada gama de olores de los más de cien aperitivos junto a la espectacular preparación de doce platos diferentes de donde escoger, todo ello en torno al antiguo reloj situado en el centro del vestíbulo. Llama asimismo la atención la fuente de chocolate que fluye en cascada en la que se bañan y sumergen fresas, trozos de bizcocho y tartas de diferentes gustos.
Tras visitar los museos Cooper-Hewitt y el Museum of the City of New York tomamos un taxi al Rockefeller Center. En lo alto del edificio se sitúa el restaurante y sala de baile del Rainbow Room desde donde contemplamos la puesta de sol junto a la vista panorámica de la ciudad de New York que comienza a iluminarse.
Volvemos paseando hasta la calle cuarenta y cuatro entre la quinta y sexta avenida pasando por el hotel Algonquin en donde nos hemos quedado en otras ocasiones y dirigiéndonos al restaurante Virgil´s.
Arropados por su decoración rústica Virgil´s es el paraíso de los amantes de la barbacoa, sus recetas cubren toda la gama de platos desde Memphis hasta Texas: costillas de cerdo, vaca, ternera, pollo y toda clase de asados hasta cien distintas especialidades servidas con bizcochos preparados por ellos mismos. También se acuerdan de los vegetarianos con especialidades de verduras asadas, truchas y pescados. El ambiente es muy cordial y no es raro entablar conversación con las mesas de alrededor que siempre están llenas y hay que entrar con la idea de tener que esperar algunos minutos en la barra para poder sentarse.
Amanece con claros y nubes, la radio anuncia otra tormenta más fuerte que la anterior, hemos tenido suerte, nuestros días en New York han sido una pausa entre tormentas de nieve. Tomamos un taxi al aeropuerto.
Tenemos que esperar varias horas en el terminal, nuestro avión llega de Orlando y después de dejarnos en San Francisco continuará a Anchorage. Tras los cristales vemos caer ráfagas intermitentes de nieve sobre la pista. El copiloto supervisa diferentes puntos del avión y sube rápidamente las escalerillas a refugiarse del frío en la cabina.
New York es obviamente una ciudad que nunca se termina de ver, su ritmo trepidante da a luz nuevas ofertas en cualquier aspecto de la sociedad además de las que constituyen por su permanencia una obligación para el visitante.
Para nosotros este viaje sólo ha sido un breve paseo por sus calles y plazas, el reencuentro con un viejo amigo, no hemos tenido la intención de hacer una visita exhaustiva. Y nos vamos con el sabor de un lugar que es amado y odiado por muchos pero que es único en el mundo y representa, al menos para nosotros, el epítome de la libertad, la creatividad y la fantasía ingredientes sin los cuales el hombre estaría destinado a su extinción.
30.03.07
San Francisco
J. L. Medina

No hay comentarios:

Publicar un comentario