Para los que nos tocó vivir el período de la infancia en los años cincuenta del siglo pasado durante la larga y gris posguerra la vida cotidiana fluctuó entre las pedradas que recibíamos en los descampados en lucha sin cuartel con otras pandillas de zarrapastrosos y que dejaron en nuestros cráneos descalabraduras, piqueras y algún que otro chirlo en la cara y las hostias que recibíamos, casi siempre de dos en dos : " te voy a dar un par de hostias " se decía, y que nos llovían bien por conducto de curas y maestros o a domicilio, o mejor dicho, en nuestros domicilios donde se recibían por un quítame allí esas pajas y no se le daba gran importancia porque era lo habitual en nuestras fluidas relaciones parentofiliales.
Nuestra educación cívica pasaba por ser capaces de saltarnos el canalillo, que no era otra cosa que las conducciones de agua del Canal de Ysabel II que años después fueron tapadas pero que por entonces estaban al descubierto y tenían unos dos metros o más de anchura. Por asar patatas en el campo, buscar balas y artilugios de la pasada guerra civil en las trincheras y túneles de la ciudad universitaria y el cerro de los locos y hacerlas explotar en las hogueras que preparábamos en los solares, por subirnos y bajarnos en marcha de los tranvías con frecuentes roturas de dientes y algún que otro brazo, por robar fruta en las huertas y ganarles a la carrera a los perros asesinos que las guardaban y en fin por muchas otras cosas que no nombro para no parecer exagerado.
Con todo, la mayoría de los niños superábamos aquella etapa con un acervo de valores físicos y espirituales más que suficientes para afrontar la llamada a filas y poder aguantar la serie de putadas que el gobierno a través de los militares había diseñado concienzudamente para amargarnos y hacernos la vida imposible durante el servicio a la bendita patria.
La escuela de la vida, aunque suene un poco cursi, nos ayudó a hacernos hombrecitos y valorarnos a nosotros mismos y a las cosas. O sea, a enterarnos de lo que valía un peine.
Afortunadamente todo aquél mundo cutre y roñoso quedó superado y las siguientes generaciones pudieron disfrutar de que nadie les pusiese la mano encima física o espiritualmente. Tanto han cambiado las cosas que se oye por ahí que los que cobran ahora son los maestros a manos de sus alumnos.
Aquellas generaciones de la España cañí que ahora nos calentamos apoyados en la tapia de granito de la dehesa, hasta que el ayuntamiento decida cobrarnos dos o tres euros por uso del sol en la vía pública, rumiamos nuestras viejas aventurillas polvo de una época que pasó y a nadie le importa, sin darnos demasiada cuenta del mundo en el que viven los que ahora tienen la edad de nuestros queridos recuerdos.
Porque si nosotros nos desenvolvimos en una etapa paleolítica sembrada de sabañones y escasez los de hoy tienen que vérselas con el siglo de la tecnología y la diabetes a los doce años.
Lo tienen crudo, mucho más crudo que nosotros, sus años infantiles y juveniles ya no tienen la calle para jugar y explorar, la calle es ahora un peligroso garaje que sólo sirve para andar deprisa con rumbo concreto. El colegio es un aparcamiento en el que se pretende enseñar algo que primeramente ha sido distorsionado por el gobierno de turno.
Los profesores, maestros se les llamaba en nuestros tiempos, pobrecillos, acuden a las aulas con grilletes en manos y pies, acobardados por la barbarie a la que se enfrentan, acojonados porque han sido despojados de su estima y su autoridad y pueden ser denunciados por un alumno o esperados a la salida por un padre tonto del haba esgrimiendo los sagrados derechos de su hijo.
El patio de recreo es el ágora donde se pierde la ilusión y la inocencia, las ganas de luchar y el carácter aún en período de construcción con el trapicheo de las pastillas y los petas que, jo tío, molan mazo.
Y el sexo llega pronto, en plan casposo, sin haber comprendido para que sirve, sin sentir todas las maravillosas cosas que lo rodean y que son las que le dan importancia y valor.
Y cuando llegan a casa encuentran a muchos padres flojitos, pusilánimes y torpes rendidos de antemano a lo que el niño disponga, cosa que de entrada al niño no le gusta pero como no es tonto enseguida cambia de parecer y decide que, al igual que otros de sus muchos compañeros ¿porqué no aprovecharse de éste par de gilipollas si ellos están tan contentos y dispuestos a ceder en todo?.
Internet, videojuegos, teléfonos celulares, televisión inundan las horas y los días de los jóvenes. Los padres desean que sus hijos tengan todo el conocimiento posible y los hay que, incluso antes de nacer, colocan sobre el vientre de la madre aparatos para que el bebé reciba ciertas estimulaciones que, supuestamente, favorecerán el desarrollo de su cerebro.
Pero ese pretendido conocimiento suele quedarse reducido a mensajes que ni siquiera respetan las normas ortográficas, cascadas de chistes, fotos y videos que se intercambian frenéticamente a través de Internet, noticias, reportajes y artículos que en su inmensa mayoría están por debajo de lo mediocre, que aportan una información superficial que la mayoría repite como loros. Humo.
El correo electrónico es uno de los mejores inventos de la tecnología y sin embargo no se usa tanto para expresar las ideas personales como para utilizarlo como vehículo de toda esa bazofia virtual.
Cuando comento éstas cosas con mis compañeros de tapia y sol me dicen que ellos conocen a muchos niños y jóvenes educados, es verdad, yo también los conozco, el problema es que destacan más los que no lo son.
Quizá el peligro esté en que los jóvenes de hoy viven demasiado en su mundo virtual. El mundo de siempre, el que está en el exterior de sus pantallas es cada día más peligroso y agrio y las tecnologías han traído la forma de escaparse de la realidad cada vez más cochina y disparatada.
En el afán de los padres por tener a los hijos entre algodones, por darles todo lo que quieren y más, por comprar su cariño que no respeto a base de inundarles con todo lo que les apetezca cuando les apetezca restando así la valiosa lección del valor de las cosas, les convierten en mimados consentidos que sólo viven para las marcas de diseño y el mundo del consumo de gratificación instantánea incapaces de comprender el esfuerzo necesario para luchar por lo que uno tiene el propósito de conseguir sea material o espiritual.
Abundando en esta preocupación por la protección leía hace unos días que algunas familias americanas hacen que sus hijos lleven un casco sobre la cabeza hasta los doce o trece años para prevenir accidentes no sólo en sus juegos si no en el deambular cotidiano, ésa, no cabe duda, hubiera sido una gran idea en nuestros días habida cuenta de la contundencia física en la que nos desenvolvíamos pero dudo yo que hoy el dichoso casco pueda prevenir a niños y menos niños de las pedradas y agresiones virtuales a las que están expuestos la mayor parte del día.
J. L. Medina
San Francisco
21.01.07
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