En Diciembre de mil novecientos setenta y cuatro salté por primera vez el charco, como se decía en aquellos tiempos. Todavía no habían llegado a España esos túneles articulados que conectan directamente al avión y que los mas conocedores llaman por su nombre inglés “ fingers “. Eso hizo que tuviésemos que atravesar un trozo de pista andando hasta llegar al 747 de la TWA que como un enorme, increíble mastodonte nos esperaba con las escalerillas dispuestas invitándonos a subir. Mi estado de emoción y nerviosismo sólo era comparable a la alegría que sentía en mi interior ante aquel viaje impensable poco tiempo antes para mí.
El pasaje no llegaba a ocupar la mitad de los asientos, la mayor parte hombres de negocios americanos que ya sacaban sus cuadernos amarillos y se disponían a poner en orden sus notas, creo que yo era de los pocos españoles, si no el único, a bordo. El interior del avión me daba la sensación de estar ya en los Estados Unidos, las azafatas charlaban animadamente y mi inglés era tan rudimentario que sólo cogía una palabra aquí y otra allí.
Sobre la mampara que dividía los compartimentos de primera clase y turista había una pantalla de cine reversible que mostraba una imagen clásica del oeste americano, indios, vaqueros, pioneros mirando un horizonte rojizo que tocaba las aguas del Pacífico.
Circulamos hasta el principio de la pista mientras las azafatas alineadas en diferentes tramos de los pasillos centrales explicaban con máscaras amarillas y cinturones de seguridad las medidas básicas de emergencia. Estuvimos parados durante unos minutos enfrentando la franja de asfalto que parecía perderse en el infinito y de repente los motores comenzaron a aumentar la potencia y el avión a traquetear primero para coger velocidad y luego a elevarse lentamente, a nuestra derecha íbamos dejando atrás la gran cruz blanca de Paracuellos del Jarama y el avión comenzó a girar a la izquierda tomando altura sobre las cumbres del Guadarrama.
Mi mujer y yo hemos hecho este viaje innumerables veces a través de los años con alguna que otra anécdota pero a mí se me ha quedado grabado aquel primer viaje lleno de ilusiones y que supuso el principio de un cambio definitivo en la vida que había llevado hasta aquel momento.
Me costó tiempo adaptarme a los Estados Unidos, por otro lado me sentía en un estado permanente de aventura, de reto, y eso me gustaba, tenía muchos sentimientos encontrados que mi mujer me ayudaba a superar. Me pasé en alguna ocasión por el consulado español pensando que sería un lugar cómodo y de encuentro para españoles, pero enseguida comprobé que sólo se trataba de un lugar problemático, un caserón lleno de sellos, papeles y preguntas para complicarte la vida. Burocracia de puestos políticos con la banderita de España en todo lo alto.
Me enteré que había una especie de club de españoles y para allí me fui, era una especie de nave industrial en la que se reunían viejos expatriados muchos de ellos con años suficientes para haber vivido o al menos haber sido niños en la guerra civil española. Me acogieron con mucha amabilidad y me preguntaron sobre España, algunos de ellos no habían vuelto nunca, otros en alguna ocasión. Todos ellos eran ya jubilados y no tenían aparentemente ningún deseo de volver a la madre patria.
Me explicaron que era la sede de la Unión Española de California que se había mudado recientemente a este local. Me enseñaron las dependencias, un gran espacio con escenario donde al menos dos veces al año preparaban una gran fiesta con bailaores de flamenco. También me llevaron a la cocina, soberbia cocina donde todos los jueves una señora gallega preparaba una gran comilona a la española y donde se intercambiaban recuerdos y pasaban el rato.
Por aquellos días las distancias todavía eran, al menos sicológicamente, grandes, las comunicaciones sujetas a las reglas de cada país y por tanto teníamos que esperar el periódico internacional que nos pusiese al día de lo que concretamente nos interesaba saber. Pero que importancia tenía eso cuando a menudo pensaba en aquellas gentes que a partir de mediados del siglo diecinueve comenzaron a salir de sus países de origen atravesando el mar en un viaje la mayoría de las veces sin posible retorno en busca de una nueva vida que les alejara del horror de las guerras, del hambre, de las dictaduras, enfrentadas a un destino imprevisible.
Todavía en los años ochenta cuando oía hablar a alguien con el acento de mi país me entraba un nerviosismo especial, me faltaba tiempo para dirigirme a esas personas y llamarles compatriotas, intercambiar saludos, hablar largo rato de lo que nos había traído a esas tierras.
Con la puesta de largo de la informática en los años noventa el mundo perdió definitivamente su misterio y su halo de romanticismo. De repente una mañana nos levantamos en cualquier parte del mundo y pudimos a través de los mares y los grandes continentes tener acceso desde nuestro sillón a los rincones mas lejanos de la tierra. Y a algún avispado mercader del todo a cien se le encendió la bombilla y eructó ese concepto nefando de “ aldea global “.
A partir de ahí los grandes depredadores de los negocios internacionales comprendieron que el sacar el jugo a sus congéneres nacionales era ya una práctica anticuada que aunque había sido fuente de inmensos beneficios en el pasado representaba solo un grano de arena en la inmensa playa de la globalización.
Ahora se imponía la apertura de las fronteras para sus fábricas, para el uso y la explotación de las materias primas de otros países a bajo costo, para nutrir sus factorías con trabajadores casi esclavos en zonas del mundo donde la renta per cápita es de un dólar y quizás ni eso y no se les pasa por la cabeza protestar porque sus aspiraciones en la vida se resumen en poder comer todos los días. Para trasladar los puestos de trabajo a esas regiones y dejar con el culo al aire a sus compatriotas que tienen que emigrar o buscarse la vida como pueden. Para inundar de productos mediocres de usar y tirar a toda la masa de gente que acude a las catedrales del consumo buscando una gratificación material a su mundo falto de ideales y objetivos.
El mundo es hoy más complicado que nunca, la pretendida aldea global agudiza las diferencias entre pobres y ricos cuando debía ser todo lo contrario y los únicos que se ven recompensados en su avaricia sin límites son los que controlan las fuentes de energía, las industrias y los alimentos básicos.
Así, de la noche a la mañana los aeropuertos se vieron invadidos por oleadas de turistas con sus aparatos de música, sus camisetas del Bayer de Munich o el Real Madrid y algunos hasta con su provisión de chorizo, jamón y queso manchego para no tener que comer las guarrerías de China, Egipto, Cancún o Bali.
Y las colas interminables, la vejación en los controles del aeropuerto, el transporte como ganado en aviones masificados donde no sabes donde poner las rodillas, las visitas a museos, iglesias, catedrales sin poder disfrutar de sus obras de arte. Recuerdo mi ilusión cuando entré en la Capilla Sixtina y mi decepción al intentar ver los frescos en una brevedad insólita embutido en un tropel de gente que empujaba hacia la puerta de salida.
La globalización pretende vendernos la idea de que “ to er mundo e güeno “ que se han acabado las diferencias, los racismos. Nada más lejos de la realidad, eso aplica indudablemente a la hora de sacarnos el dinero de los bolsillos pero no cuando se trata de las diferentes idiosincrasias de la pretendida aldea global.
Irónicamente asistimos a un recrudecimiento de los nacionalismos donde se vuelve a la idea de que ciertos individuos son diferentes por el volumen de su cráneo, o su idioma, o su religión, o el modo en que guisan las patatas. Lo mismo da. Y para prevalecer en sus ideas a muchos no les importa matar a su vecino.
Pero dejando a un lado a estos descerebrados lo cierto es que la gente normal, a pesar de la insistencia y el bombardeo continuo para hacernos participes de la idea de aldea global, sigue queriendo ser de su país, de su ciudad, de su pueblo y lo exteriorizan en sus diferentes comportamientos sean italianos, franceses, alemanes o españoles.
Con todo, la masificación y las increíbles comunicaciones de que disponemos hoy en día han matado las ideas románticas de un pasado aún no muy lejano, para gente de mi generación que ejercitamos nuestra fantasía en las novelas de Verne y Defoe llenas de islas desiertas, de mares interminables, de junglas inexploradas, nuestros primeros viajes fueron largos y laboriosos, así fue mi bautismo de Madrid a Londres, en tren primero y luego en ferry a través del Canal de la Mancha para seguir a Londres otra vez en tren. La llegada tenía la gratificación de las largas jornadas de viaje, la noche cruzando parte de Francia, el mareo ante los acantilados de Dover, el olor al fin del sabroso té inglés mientras trazaba un plan de visita a esa estupenda ciudad. Hoy ese viaje se hace en hora y media desde una sala de espera al tubo del avión y a otra sala de espera.
Cuando en mil novecientos ochenta y dos hice el Camino de Santiago, mucho antes de que una vez más a algún político se le encendiese la bombilla ante el potencial turístico que suponía el Año Santo Compostelano con visita del Papa incluida, la construcción de albergues, hostales y hoteles y todo lo que rodea al consumo, salí de Roncesvalles con la ilusión de las jornadas de paz espiritual, de reencuentro, de soledad y de comunión con los variados paisajes de España, al igual que otros muchos peregrinos. El encuentro con otros caminantes era ocasión de compartir el mejor repertorio del alma y en algunos casos de hacer amistades de por vida.
Hoy también continúa habiendo estos peregrinos pero se ven rodeados de gentes con coche de apoyo, que les lleva la comida, que les brinda todas las comodidades posibles, otros que se desplazan en autocares de bar en bar, los hay que caminan sin dejar descansar el móvil, los que lo hacen por relevos para conseguir tiempos record desde Roncesvalles a Santiago de Compostela, los que van en plan rebaño. En fin, una marabunta de romeros de todo pelaje que rompe la paz y la soledad deseadas.
Caminando por el centro de mi ciudad de adopción oigo de vez en cuando a turistas españoles y siento ganas de hablar con ellos, de preguntarles si les puedo ayudar en algo. Pero la última vez que lo hice me miraron indiferentes y siguieron su camino. La oportunidad de poder cubrir el mundo entero en nuestros viajes ha traído consigo la apatía y la falta de ilusión. Las cosas gustan más cuando cuesta conseguirlas. Y muchas veces es mas grato un paseo por un pueblo que el más exótico de los viajes. Es como el que dispone de muchos platos exquisitos y abotargado el paladar por la langosta o el jamón de pata negra ha olvidado la delicia que entrañan unas humildes lentejas con patatas.
La aventura sobre el planeta se muestra ya limitada y cada vez más las nuevas generaciones acuden a la aventura virtual cómodamente sentados frente a sus consolas.
Puede que en un futuro, todavía lejano, el hombre salte al hiperespacio y al igual que los personajes de Bradbury en “ Crónicas Marcianas “ encuentren otras tierras que colonizar, otros mundos que descubrir, otros horizontes que explorar. Y mientras eso dure el hombre tendrá que hacer un gran esfuerzo y luchar con los elementos y las dificultades y eso mismo le hará más fuerte y sin duda más feliz.
19.08.08
San Francisco
J. L. Medina
No hay comentarios:
Publicar un comentario