lunes, 14 de septiembre de 2009

ADIÓS MI ESPAÑA QUERIDA.


Soy uno de esos españoles que por suerte o por desgracia, por el azar y la necesidad creados desde el fondo de pasados años oscuros de nuestra historia cutre ha ido tomando pequeñas decisiones que me tienen hoy viviendo en un país extranjero del que tengo que decir que estoy orgulloso y en el que mi vida transcurre grata y feliz.
Dicho esto a nadie que conozca a un español se le escapa que naciera éste en el siglo dieciséis y siendo vecino de Almendralejo pudiera encontrarse en la Cochabamba bajo las órdenes de Garci Ruiz de Orellana, o indiano del siglo diecinueve en busca del oro con el que forrarse el riñón remedando la zarzuela "Los Gavilanes", la meta de ambos sería para el primero volver a su pueblo a matar moscas y bostezar en el casino y para el segundo regresar a su aldea en Pancorbo, pongo por caso, a jugar al tresillo con los carcamales del lugar. Los españoles somos así. Y a menos que nos pille la trampa desprevenidos volvemos al terruño hosco y desabrido de la patria donde realmente nunca fuimos felices y las autoridades se hartaron de hacernos putadas desde la cuna pero donde la querencia nos lleva como a esos muertos vivientes de la película que vagan por los campos en busca de su destino.
Hoy, en el arranque del siglo veintiuno las cosas han cambiado, o mejor dicho, han cambiado en parte, hay menos moscas, casi no quedan casinos y nadie sabe lo que es el tresillo, se dispone de aire acondicionado y pantallas gigantes de televisión y otras mandangas pero en lo concerniente a las autoridades te siguen dando por culo igual que en el siglo dieciséis, eso si, muy democráticamente y en varios idiomas regionales.
Los españoles que pululamos allende los mares conservamos una idea de España idílica que es sólo un espejismo consolador mezcla de Suspiros de España y trozos de tortilla de patata. Por la mañana cuando nos levantamos en Tokio, Chicago, Buenos Aires o Moscú corremos a encender el ordenador a desayunarnos con las noticias de España en el internet y la realidad nos golpea con algo muy diferente que echa un cubo de agua fría al rescoldo patriótico que guardamos en el corazón.
Pese a todo, de vez en cuando, nos entra la premura de volver. Ahora cada vez que llego al aeropuerto me quedo petrificado en la puerta de salida al ver enfrente de mí una enorme multitud de rostros indígenas que esperan anhelantes a sus parientes que vienen a reunirse con ellos en pos de una nueva vida, de una oportunidad de salir de la miseria y alejarse de dictaduras y guerras.
Me vuelvo, miro al guardia civil que echa un ojo indolentemente a las balumbas de equipaje y reparando en mi gesto de sorpresa me dice: sí, sí, está usted en Madrid no en Guatemala, tranquilo que enseguida se acostumbrará... pero no me acostumbro, quizás porque no estoy el tiempo suficiente y adopto una actitud de provisionalidad.
Salgo a la calle y monto en un taxi no sin que antes me afee el taxista el volumen de mi maleta, lo hace sin miramientos indicándome que su maletero no da para más con la botella del gas, la caja de herramientas y otras porquerías que acumula. Aunque se me ocurren sobradas razones para mandarle al güano, estoy bastante cansado y prefiero no decir nada sobre el trato que nos está dando a mi y a la maleta.
Salimos hacia mi ansiada ducha y unas horas de reposo a través de los desmontes del extrarradio de Madrid cuajado de grúas y bloques y más bloques de pisos que se hacinan en un páramo descarnado de tierras removidas. El taxista escucha ensimismado en la radio un diálogo con un ministro del gobierno que con su acento montuno introduce entre frase y frase un chascarrillo que hace sonreír al auriga en un gesto de aprobación como diciendo: "que salao el colegui ministro".
Llego a mi casa que aún mantengo en un pueblo de la sierra de Madrid y compruebo que he tenido suerte y nadie la ha asaltado como me ocurrió unos años atrás y que no está habitada por okupas a los que justifica una ministra bastante lerda diciendo que "es una forma de vida ".
El pueblo lo encuentro patas arriba, se construye de una forma disparatada, se están abriendo grandes supermercados, el tráfico es terrorífico, el campo se llena de adosados, pareados, pisos y las grúas de la construcción casi se confunden en el horizonte con la cruz del Valle de los Caídos, las calles discurren paralelas en la anchura vacía del campo terminando bruscamente en la nada como el final de una pista de aterrizaje esperando las toneladas de ladrillos que borrarán el paisaje para siempre.
Está dejando de ser a velocidad de crucero aquél pueblecito de la sierra adonde volvía después del trabajo, con olor a leña, escasamente poblado, en el que en los atardeceres del verano salía en bici camino del Puerto de Navacerrada sin que prácticamente me cruzase con nadie hasta hacer un alto en la fuente de Los Geólogos desde donde podía admirar la belleza del valle que se abría ante mis ojos.
Una de las cosas que siempre me hace ilusión al volver a España además de los calamares y la paella son los churros. Después de una noche escasamente dormida debido al cambio de horario me levanto y antes de bajar a Madrid me paso por la cafetería principal del pueblo a cumplimentar mi cita con el churro.
El café está bueno pero nada mas tocar el primer churro me percato de que están fríos y gomosos y que no hay quien les hinque el diente. En eso aparece el camarero con una nueva fuente de churros recientes que coloca detrás del mostrador, tienen mucho mejor aspecto y le pido que haga el favor de realizar el trueque oportuno a lo que me responde con una mirada displicente y señalándome los churros momificados me contesta con algo de sorna que ya estoy servido.
Ya en el centro de Madrid, después de pasar largo rato buceando entre los libros y publicaciones de la tienda de la Gran Vía salgo a la calle y decido bajar andando hasta la puerta del sol. A nadie voy a sorprender si no a mi mismo si digo que aquello es el lupanar al aire libre más concurrido del universo mundo. "La Boutique de la Carne" como llaman ahora a algunas ancestrales carnicerías de mi pueblo los recios ganaderos que se suben al carro de lo postmoderno, pienso yo por equidistancia de ideas.
Carnes eslavas, brasileñas, sudamericanas, africanas, caribeñas, blancuras níveas y profundidades de ébano, todos los tamaños y colores, a escoger y revolver, el puterío al alcance de cada bolsillo. Y vigilando al chumino la caterva de chulos con collares de oro macizo y gafas oscuras pegados como lapas al móvil del trapicheo, los sinpapeles prepotentes de ésta España lela, débil y absurda que castiga al ciudadano honrado y premia al hampa rastrero que se burla de todo y lo exige todo.
Esto debe de ser la "aldea global" que venden las mafias de la política a los papanatas que les votan, el famoso mestizaje de los cojones que suena tan chachi y progre junto al calentamiento del universo mundo y que se ha convertido en el tema virtual de los que están preocupadísimos por los pobres del mundo y los océanos de indigencia pero que no se bajan del coche oficial ni para mear, acumulan millones fruto del pelotazo ladrillero y la desmembración del país y naturalmente viven en urbanizaciones a prueba de misiles donde no han visto nunca la cara de un subsahariano más que en las huchas del Domund que coleccionan con nostalgia.
Me vuelvo a casa y me pego un chute televisivo de corridas de toros aprovechando que son las fiestas de San Isidro, en los ratos de insomnio en los que el torito guapo se muda al otro barrio y otros entran en capilla, me tiro de cabeza en el túnel del tiempo del canal de películas españolas y me reúno con Marujita Díaz, José Isbert, Manolo Morán, Lola Flores y Paco Martínez Soria, por citar algunos, y disfruto como un bobo con películas que he visto cientos de veces y que en su día no me hicieron mucha gracia.
Pero en realidad no son las películas ni los artistas lo que de verdad me interesa si no el trampantojo de esas escenas que muestran una España casi vacía, con los primeros seiscientos y el adoquinado de las calles, una sociedad gris con muchas boinas, anticuada, cutrilla y con olor a sobaco, pero que a mí me llega mucho y me parece entrañable porque fue la mía cuando era joven y las miserias se edulcoraban con la realidad de tener toda la vida por delante.
Mi estancia es fugaz y me veo de nuevo yendo al aeropuerto con mi amigo Ramón el taxista que me comenta que a él también se le hace difícil reconocer e identificarse con viejos rincones, parques, lugares que van desapareciendo, comidas antiguas que ya nadie hace en los restaurantes, la sensación de un ritmo de vida que no es capaz de seguir, un mundo nuevo de usar y tirar que no le interesa nada.
Es sábado y la M-40 está despejada a éstas horas de la mañana, la película se proyecta al revés y de nuevo pasan veloces los desmontes, las grúas, las montañas de ladrillos colocados en forma de pisos. En una pausa de nuestra conversación me viene el recuerdo de la mañana del día anterior pasada en el hospital La Paz donde fui para una revisión de los ojos.
En las escalinatas de la entrada principal médicos y enfermeras con sus batas blancas y estetoscopios alrededor del cuello fuman ávidamente en grupos, pacientes viejos y jóvenes hacen lo propio, buena foto, pienso yo, para la industria tabaquera.
Recorro los pasillos atestados de un público heterogéneo, enfermos, parientes, médicos, celadores, vendedores de lotería, representantes de laboratorio, después de un largo recorrido por salas y pasillos atestados llego a Oftalmología en donde no cabe un alfiler, aquello parece el desembarco de Normandía, pacientes recién operados con parches en los ojos junto a sillas de ruedas en las que el mismo paciente sostiene el gotero, hombres y mujeres en pijama que están ingresados para ser operados y vienen a la consulta, hasta una señora pasea de arriba a abajo en un camisón de dormir de color rosa con adornos de encaje.
Por los altavoces se llama a los pacientes, se piden donantes de sangre y se pasan avisos de llamadas de teléfono para médicos y personal en general. Me quedo de pie a la entrada de la enorme sala en donde paso las siguientes tres horas esperando, en una de esas se me acerca una señora que viene de la calle y poniéndose en jarras me mira y exclama a pleno pulmón:
- ¡Usted cree que hay derecho a esto! ¡Aquí tenían que venir los ministros, esto es una vergüenza! ¡Claro que a ellos qué les importa, se pueden pagar un buen hospital privado o irse al extranjero y encima gratis en un avión pagado por todos éstos panolis!
Al decir panolis señala con la mano a toda la audiencia que espera pacientemente con una oreja puesta en los altavoces del hospital.
Ramón me mira un par de veces y vuelvo de mi ensimismamiento mientras me pregunta si voy al terminal de costumbre a lo que respondo afirmativamente.
Tras un apretón de manos me interno en el edificio y me pongo en la cola de la compañía Delta. El empleado revisa el ordenador, etiqueta el equipaje y me entrega la tarjeta de embarque.
Mientras paso los controles y me dirijo a la zona internacional una musiquilla empieza a resonar en mi interior y ya no me libraré de ella en un buen rato: "Adiós mi España querida, dentro de mi alma te llevo metida..."
J.L. Medina
San Francisco
04.06.07

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