lunes, 14 de septiembre de 2009

APRETONES.


No por ocurrir todos los días pierde su importancia. Me levanto, preparo café, me meto en la ducha, busco algo que ponerme, tomo el brebaje maligno pero indispensable y parto hacia las obligaciones diarias.

Vivo en los Estados Unidos, California, San Francisco, y me dirijo hacia la ciudad de San José a una hora y media por la autopista.

A medio camino, emparedado entre un muro con forma de camión a un lado, una troca conducida por bigotes mejicanos sonrientes al otro, cargados de rastrillos, palas, cortadoras de césped, cubos de basura, y en el frente un océano de vehículos hasta donde me llega la vista, comienzo a sentir esa ineludible sensación que me hace pensar en gasolineras cercanas y tratar de intuir el ritmo peristáltico para así evaluar mis posibilidades de aguante hasta llegar a la zona del alivio.

Trato de mirar el paisaje, oír las noticias, tararear el " Dale a tu cuerpo alegría Macarena..." pero nada, las contracciones son cada vez más frecuentes temiéndome una rotura de aguas.

Salgo de la autopista y me acerco a la primera estación de servicio que encuentro, pido la llave del váter y el colega me dice que no funciona. Monto en el coche y como parece que me encuentro un poco mejor vuelvo de nuevo a la autopista.

Estoy ya en San José, aparco, es temprano y el lugar al que tengo que ir está todavía cerrado, llevo aguantándome todo este tiempo y me empiezo a sentir mal, por decirlo de una forma educada. Comienzo a andar por la calle, entro en uno de los innumerables Starbucks pero sorprendentemente no tienen baño, no lo hay en ninguno de ellos ¿será para ahorrarse el papel?.

La otra noche una de las noticias en el telediario era sobre las quejas de los padres que llevaban a sus niños a jugar a los parques. En la mayoría no hay baños y ¿qué puedes hacer ante las necesidades lógicas del ser humano?.

Comentaba un fulano del ayuntamiento que la construcción de váteres públicos en los parques costaría millones de dólares y que no disponían de esa pasta. Pero digo yo, ¿es que no pueden poner unas de esas simples cabinas de plástico, como las que hay en las obras? al menos mientras no se pueda proporcionar una solución más elegante.

Los ínclitos próceres del ayuntamiento dicen que aseos y baños son fuente de problemas por la atracción que ejercen sobre drogadictos, pervertidos y la pobre gente que no tiene techo y vive tirada en las calles. ¿Pero es que la gente que tiene la desgracia de vivir a la intemperie no está sujeta a las mismas servidumbres que el que habita un apartamento de ocho millones de dólares?. Así ocurre que no es raro ver en las calles de una de las ciudades más bonitas del mundo, San Francisco, a pobres gentes con el culo en pompa haciendo aguas mayores en lo más barrido.

Intento varios establecimientos en los que los servicios brillan por su ausencia, pareciese que este es el país de los habitantes sin culo, camino deprisa tratando de encontrar un hotel, las distancias en estas calles son largas, aprieto las nalgas mientras trato de caminar a buen paso. ¡Ah! diviso en la siguiente esquina una de esas cabinas verdes con forma de kiosco del siglo diecinueve en las que insertas una moneda y tienes acceso al paraíso de la exoneración.

La cabina está fuera de uso, o más bien da la sensación que nunca ha estado operativa, miro alrededor con terror y veo otra a lo lejos, me armo de valor y camino lo más deprisa posible sintiendo unos desagradables escalofríos mientras tanteo el bolsillo en busca de monedas.

Me viene de pronto a la cabeza un incidente que ocurrió hace unos años, creo que en la olimpiada de Atlanta en la que dos españoles al parecer ocupados en una "mición" imposible se fueron a una tapia cualquiera para descargarse con la mala fortuna que los adictos del donut les pillaron con las manos en la masa y, no me acuerdo, pero les debió caer un buen puro, al menos recuerdo haberlo leído en los periódicos. Claro, serían españolitos acostumbrados a hacer de pequeños concursos para ver quien llegaba con el chorrito a la acera de enfrente, distracción placentera como la de mear en los rincones y las tapias que viene de antiguo y ya entonces el personal ponía o pintaba cruces en las paredes para frenar a los desahogados.

Llego a la esquina, doy vuelta a esta nueva cabina, también esta sin servicio, empiezo a sentir un cierto pánico, trato de concentrarme mentalmente y luchar para mantener el control de los bajos. Veo al fondo de la avenida el rótulo de un hotel, me armo de valor y camino deprisa hacia mi objetivo.

Recuerdo cuando era joven que en Madrid, donde he vivido largos años de mi vida, había lavabos para ambos sexos, muchas veces subterráneos, cuidados por un señor o señora que instalado en una cabina o cuartito proporcionaban papel y se ocupaban de la limpieza del local siempre pulcro y alicatado de azulejos blancos hasta el techo. Incluso en algunos hacían vida hogareña y podías verles calentando el puchero en un infiernillo de petróleo o comiéndose unas lentejas entre los rollos del papel higiénico.

Creo que ya no existen, pero de todas formas en las ciudades españolas hay la concentración de bares más elevada del universo mundo, con lo que el ciudadano sujeto a las penurias escatológicas del cuerpo humano puede sentirse tranquilo y seguro de poder remediarse con cierto decoro e intimidad.

La misma alegre experiencia era posible en París, donde siempre había una de esas señoras tejiendo, herederas de aquellas que lo hacían frente a la guillotina, y que si no le remunerabas adecuadamente te soltaba una perorata a pleno pulmón en franchute procaz que te subía los colores aunque tus conocimientos de la lengua gala fueran escasos.

Mi hermano que tenía una cierta querencia por la Pérfida Albión en la que había baños públicos a base de monedas " a penny for the slot " y casi todo funcionaba con chelines o peniques como las duchas de las pensiones en las que el tiempo se acababa o no tenías más calderilla y te pillaba en seco con el jabón en los ojos y las pelotas llenas de espuma.

Pero esa es otra historia. Mi hermano, digo, me contaba que en un trayecto en tren de Londres a no sé donde le vinieron una ganas irrefrenables y tras recorrer los vagones descubrió con angustia que el dichoso tren no disponía de lavabos. Barajó todas las posibilidades y llegó a la conclusión de que como paraba varios minutos en cada estación bajaría en la primera para a la carrerilla del rayo darle salida al embolado.

Así lo hizo y prácticamente haciéndoselo encima bajó nada más frenar el tren en la siguiente estación, corrió en busca de los lavabos y... estaban cerrados con llave, no lo dudó y se fue a la cantina para ver si ellos la tenían, en el mostrador no había nadie atendiendo y un joven que estaba barriendo no sabía nada de la maldita llave, miró alrededor en busca de una solución y en eso sonó el silbato, volvió grupas y mecánicamente galopó hacia el tren.

Mirando por la ventanilla hacía esfuerzos para contenerse, el paisaje pasaba rápido y su esperanza era la próxima estación. Resultó más corto de lo que esperaba y se fue hasta el estribo para ganar tiempo mientras frenaba el tren, volvió a bajar a la carrera hasta llegar enfrente de los lavabos, allí estaban, abiertos, pero en obras, varios albañiles trajinaban levantando un tabique de separación entre los baños.

No podía ser, se quedó petrificado y no salió de su ensimismamiento hasta que de nuevo sonó el pito del tren. Volvió confuso y desalentado con fuertes dolores y haciendo enormes esfuerzos para no soltarlo allí mismo.

De nuevo tenía la campiña veloz ante sus ojos pero ya no podía ver los árboles si no un bosque de váteres con las tapas levantadas.

La llegada a la siguiente estación se le hacía interminable, empezaban a saltársele las lágrimas, su único consuelo era que ahora ya sabía lo que tenía que hacer. Llego por fin el tren y se precipitó como una exhalación al andén, estaba todo muy tranquilo y no se veía a nadie alrededor, se dirigió directamente a la oficina del jefe de estación, tras franquear la puerta miró en derredor, nadie en lontananza, ya no podía más, colocó unos papeles que había sobre la mesa del jefe detrás del escritorio, se aflojó el cinturón y se puso en cuclillas, una gran energía se liberó de todo su ser produciéndole una paz indescriptible.

Con estos pensamientos me encuentro ya cerca del hotel, me aproximo, llego, traspaso el umbral bajo la mirada del conserje que me saluda amablemente, desde el mostrador me ven pasar con los ojos perdidos en el infinito, detecto la puerta con un rótulo de bronce que da acceso al paraíso. Sentado en la taza arropado por la música del hotel, recuerdo con nostalgia el sempiterno pareado grabado toscamente en muchos váteres de mi patria:
" En este lugar sagrado
donde acude tanta gente
hace fuerza el más cobarde
y se caga el más valiente".
San Francisco, 30.10.07 J.L. Medina.

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