martes, 15 de septiembre de 2009

CHINATOWN.

Cortarme el pelo es algo que siempre me ha fastidiado, que sé que molesta a mucha gente, para otros sin embargo es, o mejor dicho, solía ser lugar de cháchara y comadreo, de reyertas verbales sobre política y fútbol. Mi hermano me dice que desde pequeño le molestaba tener que ir a cortarse el pelo porque tenía que aguantar las peroratas insulsas del peluquero que era un tipo dipsómano, según se deducía de sus ojos enrojecidos y acuosos, inveterado fumador con sus toses espasmódicas y su voz con sonido a chatarra.

Por no decir nada del picor que producían los pelillos cortados y la presión de la sábana protectora alrededor del cuello que te dejaba sin resuello. Añade también mi hermano que le hacian un corte con las patillas y el cogote bien rapado. Mis orejas - dice - que siempre tuvieron vocación de alas voladoras, emergían procaces del conjunto del cráneo y mi nariz se proyectaba hacia el horizonte pareciéndome que era un albatros a punto de despegar.
El mes pasado fui a una peluquería que me recomendó un amigo, me cobraron treinta dólares y una semana después tenía las mismas greñas. Así que de repente me acordé que en Chinatown hay un buen número de peluquerías y además está a dos manzanas de mi casa.

Elegí una cualquiera de la calle Stockton, en la puerta de entrada había un cartel que decía : "corte de pelo cinco dólares". Pensé que siendo tan barato te pondrían un tazón en la cabeza y cortarían alrededor. Mientras me colocaban una toalla protectora eché un vistazo al local, reflejado en el espejo podía ver el altarcito dedicado a Buda iluminado por dos bombillas rojas.

¡Watamá dege layá uta sowoaa daaa! me sonaba a mí lo que la joven que me cortaba el pelo decía a otra compañera que hacía lo mismo en un sillón contiguo.

Yará guatasabá arabaaa, baaa, le contestaba entre risitas. Estos chinos me recuerdan a mis congéneres de Colmenar Viejo, tienen la misma cadencia de voz y por la forma que se expresan se les entiende muy bien aunque estén hablando en Cantonés que es lo que mayoritariamente hablan los inmigrantes venidos de Hong Kong y el interior de China y que ha sustituido al dialecto Taishanes de las primeras oleadas de chinos de 1850.

La joven me despacha en diez minutos, cinco dólares más tres de propina, me ha dejado como un san Luis así que me voy contento a deambular un rato por las tiendas y el bochinche callejero que no cesa.

Por la calle se oye muy poco inglés, excepto las nuevas generaciones que son bilingües y pasan de un idioma al otro según se tercie. Chinatown es un barrio heterogéneo, abigarrado, donde la gente sube y baja por las aceras codo con codo, en confuso montón, hablando a pleno pulmón, vociferando los productos, lleno de cajas vacías y desperdicios en los bordillos de las aceras, verduras marchitas, frutas machacadas, hay que andar con cuidado para no resbalar. A mi todo eso me hace sentir como en cualquier mercado de España.

Los puestos rebosan de verduras, repollos chinos, bok choy, rábanos, berenjenas, guisantes, brócoli, espinacas, okra, frutas y raíces que desconozco y que tienen usos muy diversos, hileras de cajas con setas, hongos deshidratados, frutos secos, especias.
Las pescaderías tienen grandes vitrinas llenas de un agua mucilaginosa donde dormitan los bogavantes y los cangrejos. Algunos pescados saltan de las cajas en busca de un caudal inexistente, debajo del mostrador batracios de todas las escalas sociales esperan con ojos glaucos su último destino. Alguien pide un pescado vivo al pescadero, éste lo agarra por la cola y le propina un par de golpes contra los baldosines de la pared y lo deposita en una bolsa de plástico, mientras, los turistas americanos del centro del país miran la operación atónitos, con el belfo caído y los ojos agrandados por la sorpresa. Es natural, el americano medio compra pescado, carne, pollo o embutidos políticamente correctos, que han perdido su forma original y se presentan de forma cuadrada o rectangular en bolsas de plástico al vacío o en cajas que enmascaran el origen del producto.

Paso por el escaparate de un pequeño restaurante de dim sum, en el mostrador cuatro grandes recipientes redondos conservan calientes esos bocados exquisitos de gambas, verduras, cerdo envueltos en forma de pequeños paquetitos en hojas de pasta de arroz. Aquí he comido en alguna ocasión con amigos españoles que han venido de visita. En el interior frente al mostrador hay cuatro o cinco mesas y sillas desvencijadas donde algún chino empuja con los palillos trozos de pato en un caldo de bok choy de un cuenco humeante, en la trastienda hay una larga mesa de madera donde se apilan pequeñas montañas de relleno que un par de mujeres pican afanosamente mientras otras envuelven pequeñas porciones en hojas de harina de arroz que apilan en una bandeja.

En las vitrinas de comida para llevar cuelgan los patos lacados que brillan rojizos en la tenue luz de estos días de otoño, debajo de ellos se alinean bandejas de callos, tripas, alas de pollo, cerdo agridulce, langostinos fritos con sal gorda, berenjenas guisadas, frituras de pescado, guisos de tofu, arroz blanco y arroces con verduras, carne, pescado salado, guisos de hígado, costillas de cerdo.

Una caja variada con arroz blanco o arroz frito cuesta cuatro o cinco dólares, los principales compradores son chinos que prefieren llevarse algo preparado en lugar de cocinar que es posiblemente más caro.

En el encintado de la calle algún chino en cuclillas ofrece una palangana de plástico llena de caballas pequeñas cogidas seguramente por él mismo en Fort Baker a la entrada del Golden Gate, tienen un aspecto excelente, fresco, las vende con toda naturalidad aunque esté prohibido.

Según avanza la mañana van llegando más turistas, en las primeras horas son las gentes del barrio las que ocupan los establecimientos, los chinos se empujan mucho, fuman como si no hubiese futuro, a nadie le importa nada de esto, hay muchos viejos, llama la atención que la mayoría de la gente sea delgada en contraposición a la enorme cantidad de americanos con gran sobrepeso o gorduras que han dado en llamar mórbidas, o sea, gorduras muy acusadas y que ponen en riesgo la salud.

Las mujeres se reúnen en corrillos con la bolsa de la compra y seguro que hablan de las mismas cosas que hablaba mi madre en el mercado de Maravillas en Cuatro Caminos con sus amigas del barrio.

Al lado de un portal hay una mesita con una silla, sobre la mesa un medidor de tensión arterial, en la silla un hombre en bata blanca fuma esperando a los clientes que primero habrán tenido que pasar por un puesto de revistas pornográficas que ofrece una amplia gama de sexo oriental en todas sus variantes, cajas de preservativos, frasquitos con fórmulas mágicas para potenciar las ganas, incienso, tes afrodisíacos, cupones de lotería, baratijas. Nada bueno para la tensión, digo yo.

Más allá las tiendas de ropa barata, el cri cri de los grillos de pega entre el océano de todo a cien, una tienda de cacharros de cocina y ferretería que es uno de mis sitios favoritos, cestos para frituras, espumaderas de bambú, palillos de todos los tamaños, máquinas para hacer arroz, otras para disponer de agua caliente para la preparación del té, woks, cazos grandes y pequeños.

Entro en uno de los pequeños restaurantes atestados por la gente del barrio, dispone de unos bancos alargados en los que todos están en la tarea de comer ayudados por los palillos, aunque muchos chinos usan tenedores y por supuesto cucharas.

Me hago un hueco en una de las mesas y pido un par de piezas de dim sum de verduras, un rámen de langostinos y un té verde. La gente suele comer temprano, sobre las doce de la mañana, pero los restaurantes están abiertos todo el día y entran a comer a cualquier hora.

Ya de vuelta camino despacio hacia la parada del trolebús número uno que me deja en la puerta de mi casa, el vehículo va lleno de chinos que hablan animadamente entre ellos, yo pego el oído y alargo las orejas para disfrutar las inflexiones de las voces. Sí, definitivamente me recuerdan a los de mi pueblo en los tiempos en que cogía la camioneta en la Plaza de Castilla rumbo a Colmenar Viejo.
San Francisco
12.09.08
J. L. Medina

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