Conocí a Al Jaca en mil novecientos noventa y dos, algún tiempo después de aquella noche en la que Carol bajó hacia Los Gatos conduciendo por la solitaria Dos Ochenta bañada por la luna llena en compañía de Arthur y Lionell, los felinos que formaban parte de nuestra familia y nos acompañaron durante aquellos años.
Al era nuestro vecino al otro lado de la pared que dividía la casa que habíamos alquilado a Mike Foster, piloto retirado de Siete Cuatro Sietes aficionado a la bolsa y los canutos de marihuana. La casa tenía una gran extensión de césped en cuesta hasta la puerta que conducía directamente a la hermosa cocina en la que hacíamos vida y a un balcón de madera que precipitaba la vista en caída libre a un patio trasero salpicado de bloques de piedra serpentina, inhabitable, pero con una soberbia vista al fondo del Valle de Santa Clara.
Al vivía en la esquina entre Pennsylvania y Glen Ridge, las persianas bajadas, el jardín descuidado, deterioro debido al paso de los años, no a la negligencia intencionada ni la acumulación de objetos inútiles, la puerta principal permanecía cerrada como si no se hubiera usado en muchos años y de hecho así debía de ser porque siempre utilizaba la entrada lateral desde el garaje a través de una pequeña senda en la que dormían objetos heterogéneos de jardinería oxidados por la falta de uso y la intemperie.
Paseaba su perro Kipper, once años, simpático y de aspecto tiñosillo siempre en busca de la caricia arriba y abajo de la calle Pennsylvania. Al tenía entonces setenta y nueve años que llevaba bien si es que setenta y nueve años se pueden llevar bien. Así le conocí, tomando el sol rodeados de abetos y sequoias. Me presenté como su vecino y enseguida hicimos buenas migas. Al era divertido, amable y estaba en buenos términos con lo que le iba deparando la vida.
Mi acento le llevó rápidamente a preguntarme de donde era y al decirle que español se le iluminaron los ojos, sus padres, me contestó con orgullo y una amplia sonrisa, fueron inmigrantes vascos. Yo le contesté que, mira tú por donde, mi madre era de Bilbao. Nuestra amistad ya estaba cimentada y tendríamos en los años venideros, a pesar de las vueltas que da la vida, ocasión de vernos y charlar como buenos amigos.
Las primeras luces que vio de este mundo al abrir los ojos el veinticinco de Octubre de mil novecientos trece: a lot of water under the bridge, ya ha llovido - me dijo con la mirada un poco ausente - fueron las de las agrestes tierras de Nevada en la frontera con Oregón, el pueblo de Mcdermitt en el Condado de Humboldt a setenta y cinco millas al norte de Winnemucca.
Mcdermitt fue nombrado por el coronel Charles Mcdermitt al que los indios de la región, Shoshones y Paiutes dieron matarile en mil ochocientos sesenta y cinco tras tenderle una emboscada. Estos nativos habían vivido de la tierra, la abundancia de animales y el pescado en ríos y arroyos desde hacía doce mil años hasta que los primeros colonos aparecieron entre las montañas de Sierra Nevada y las Wasatch.
En mil ochocientos cuarenta y uno, mientras que en el este del país se atizaban en la Guerra Civil, en el oeste los militares luchaban contra las tribus nativas intentado colonizar el territorio con pioneros traídos de todas partes. Unos años después la compañía de ferrocarriles Central Pacific fundó el pueblo de Elko como estación término para mineros y rancheros de la región, creció rápidamente debido a las minas de Tuscadora, Jarbridge y Bullion con producción de plata, oro y plomo.
Pero también la ganadería y las ovejas fueron importantes para la economía. Una de las primeras familias vascas en establecerse en la zona fue la de los hermanos Bernardo y Pedro Altube que llegaron a Elko en mil ochocientos setenta trasladando unas tres mil reses al Valle Independencia. Allí establecieron el "Spanish Ranch" considerado entre los negocios más grandes del estado de Nevada.
Por su parte Jean y Grace Garat también de origen vasco y ganaderos del Valle de San Joaquín trasladaron en mil ochocientos setenta y uno mil cabezas de ganado a la comarca de Elko creando el Y- par Ranch.
Y fue a principios del nuevo siglo cuando se introdujeron las ovejas que dieron trabajo a mejicanos, escoceses, portugueses y chinos pero sobre todo a pastores vascos. Estos inmigrantes eran duros de pelar, iban a " hacer las Américas " como tantos otros españoles de otras regiones hacían y habían hecho durante siglos tratando de huir del hambre y la miseria endémica de un país como España que aún habiendo sido en su momento el país más poderoso del mundo siempre había despreciado por mano de sus reyes y gobernantes con su soberbia y su tiranía al pueblo que lo había dado todo por su patria sin pedir nada a cambio.
Fue por entonces cuando los padres de Al aparecieron por Nevada. Todo esto me lo iba contando a pequeños trozos telegráficos, interrumpidos por días y a veces semanas que no coincidíamos en sus paseos habituales con Kipper. Y a veces le saludaba de lejos mientras me correspondía alzando la mano mientras charlaba animadamente con algún vecino y el perro saltaba y correteaba alrededor olisqueando los zapatos y los parterres de las casas.
Un día que estaba lloviznando me acerqué a la puerta de atrás de la cocina siguiendo el caminito del jardín y después de llamar un par de veces con los nudillos me abrió el siempre sonriente Al que me señaló una silla en la cocina mientras abría un armario en el que se acumulaban un sinfín de botellas ofreciéndome más de treinta o cuarenta posibilidades alcohólicas.
No creas que todo esto lo he comprado para animar mis tardes - me dijo - mientras repasaba las etiquetas en las estanterías. Al me explicó que había tenido una tienda de bebidas en San José, un negocio familiar durante cincuenta años, cuando se jubiló le quedaron muchos restos que se había traído a casa para ir gastando en las ocasiones.
No - le contesté - preferiría un poco de café si es que te queda algo por ahí. Mientras me servía una taza eché un vistazo en derredor, todo parecía detenido en el tiempo, en los años cuarenta o cincuenta, muebles vetustos, una radio antigua sobre una mesita con tapete de encaje, algunas estanterías con libros de tapas duras, desvaídos los colores por el tiempo, figuritas de porcelana, fotos familiares. Al, que seguía mi mirada, me invitó a ver el resto de la casa.
El comedor reposaba en el olvido, las persianas bajadas y en la esquina entre la penumbra un aparador con espejo, platos y fuentes, el olor inconfundible del tiempo congelado hacía muchos años en alguna de aquellas comidas y cenas que aún se hacían entonces sentados todos a la mesa, sin la intrusión de ningún aparato electrónico, contando las vivencias del día o los proyectos para el futuro.
El dormitorio era sobrio, algo sombrío por la luz mortecina de las lamparitas de las mesillas de noche, sobre la cómoda botellitas y frascos de perfumes vacíos o con algún resto tiñendo el fondo del cristal que usara su mujer hacía tiempo y que no había tenido la fuerza ni las ganas para deshacerse de ellos.
Al había sido feliz con su mujer con la que tuvo una niña que a su vez estaba casada y le había dado un nieto. Pero su mujer tuvo problemas de corazón y ahora estaba solo con la única compañía de su fiel Kipper.
Volvimos a la cocina y Al me mostró un librito de pastas duras que en su día fueron blancas y ahora amarilleaban por el tiempo y el uso que era un pequeño compendio de las Vascongadas, sus costumbres y leyendas, los caseríos y los montes, poesías plasmadas de boca de versolaris, pequeños dibujos de los pasos de la ezpatadanza.
Al me hablaba de sus padres y sus costumbres vascas, de algunas fiestas con los vascos de Reno, de Boise, Salt Lake City, Winnemucca, con exhibiciones de baile, Txistularis, bertsolaris, coros y deportes rurales como el corte de troncos y el arrastre de piedras. El domingo por la mañana oían misa y luego había barbacoa de cordero y grandes chuletones. Al disfrutaba mucho contándome todas estas vivencias de juventud envueltas en un velo de leyenda, de unas tierras muy lejanas, de una cultura y un idioma tan viejos como los valles y montañas verdes en donde se había asentado entre España y Francia.
Yo callaba y me regocijaba con sus recuerdos felices pensando al mismo tiempo en esos perros nacionalistas que ahora destrozan las Vascongadas, pero no veía ninguna razón para alterar los recuerdos de éste hombre pacífico y entusiasta de sus mayores con el acíbar de la triste realidad presente.
El tiempo de nuestra estancia en Los Gatos voló como por ensalmo y nos vimos cargando nuestras pertenencias rumbo a nuestro nuevo hogar en San Francisco.
Después de que pasaran varios años Carol comenzó a bajar a San José por cuestiones de trabajo lo que me proporcionaba una buena excusa para acercarme a ver a Al. Se alegró mucho de verme de nuevo, nos sentamos en la cocina y me puso delante un plato de rodajas de salchichón y terció dos vasos de vino Zinfandell.
Me comentó que seguía su vida de siempre, que solía pasear con Kipper hasta TBW Industries Inc. donde siempre había alguien con quien charlar y le solían obsequiar con pins que prendía en su boina blanca mientras que a Kipper le regalaban con galletitas, huesitos y caricias.
No tardó mucho en acercarme su libro de las Vascongadas y le comenté que había estado informándome un poco sobre los vascos en Estados Unidos topándome con el escritor Robert Laxalt, escritor norteamericano de Nevada y de origen vasco que amaba su país y sentía una gran pasión por sus orígenes vascos. El mismo decía..." soy norteamericano, soy de Nevada y soy vasco. Nadie es sólo una única cosa, por lo cual no creo que exista ninguna contradicción en esa afirmación. No se trata de elementos excluyentes y estoy muy a gusto siendo las tres cosas a la vez".
Por su parte Al me estuvo hablando de las inscripciones que los pastores vascos, en sus largos pastoreos solitarios, hacían en los álamos con sus navajas y cuchillos. Nombres, fechas, epigramas en vasco y español algunos reflejando su deseo de compañía femenina escasa en aquel lugar.
Visité a Al esporádicamente algunas veces más, en una de ellas me encontré la casa cerrada y un vecino me informó que se había roto la cadera y estaba en el hospital. Pasaron unos cuantos años en los que no mantuvimos ningún contacto.
Creo que fue en dos mil cuatro o dos mil cinco cuando Carol y yo visitamos a Al por última vez, llamamos a la puerta de su casa, esta vez a la puerta principal, nos abrió un joven que atendía a Al, a quien encontramos en el salón vestido de blanco y con su boina blanca llena de chapitas multicolores. Ya había entrado en los noventa, su aspecto era el de un anciano sonriente y cordial, andaba con dificultad. Charlamos de esos últimos años, casi diez, en los que no nos habíamos visto, y como siempre ocurría con Al lo pasamos muy bien.
Terminamos en silencio el vaso de vino que nos había servido mirándonos y sonriendo, haciendo algunos comentarios graciosos sobre su boina y los pins.
Luego fue hasta la puerta a despedirnos, nos dimos un abrazo. Ya no le volveríamos a ver más.
Oct. 25, 1913 — Dec. 31, 2007
Angels Camp resident Alfonso Jaca died Dec. 31 at an Angels Camp retirement home. He was 94.
Mr. Jaca was born in McDermitt, Nev., and raised in San Jose. From 1964 to 1992, he lived in Los Gatos. In 1992, he moved to Murphys. He lived in Sonora for a few years and had lived in Angels Camp for the past year. He served in the Pacific during World War II in the U.S. Army Signal Corps. He owned and operated his family's business, a grocery store in San Jose, for 50 years.
His family described him as fun-loving, happy and kind.
Mr. Jaca is survived by his daughter and her husband, Susan and Don Bergstrom of Arnold; his grandson, Steven Bergstrom of Arnold; his sister, Bobbie Echeverra of San Jose; and many nieces and nephews.
A private service will be held.
Angels Memorial Chapel is handling arrangements.
28.01.08
San Francisco
J.L. Medina
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