lunes, 14 de septiembre de 2009

BOCATA DE CALAMARES.


Mi querido tío José Luis que anduvo dando tumbos de un lado al otro del mapa como interventor de la RENFE durante sus largos años profesionales me comentaba cuando yo aún era un jovencito imberbe que uno de los sitios a los que más le gustaba llegar era a cualquiera de las estaciones de Madrid. Decía que al poner el pie en el andén le invadía un grato olor a café que le renovaba, le hacía olvidar los insomnios del continuo deambular por los vagones, del trajín de subir y bajar atento al movimiento de los pasajeros, de templar gaitas con unos y echar una mano a los que en conciencia no podía dejar tirados en la vía porque la miseria no les alcanzaba para pagarse un billete en el banco de madera de los vagones de tercera.

Él clasificaba las ciudades por sus olores, cada una tenía su aroma especial, sus peculiaridades, Madrid estaba a la cabeza en la lista de sus preferencias. Madrid olía a café.

Lo primero que hacía mi tío cuando llegaba a los madriles era irse derecho hacia la plaza mayor, en ella y sus aledaños el olor del café competía con el de la fritanga de las gallinejas y las criadillas, olor que a mí me resultaba nauseabundo pero por el que bebían los vientos muchos madrileños de pro, pero por encima de ellos estaba el olor de los calamares fritos, olor que perfumaba y perfuma no solamente el centro de la Villa y Corte, si no de cualquiera de los barrios, de los antiguos como el mío de Cuatro Caminos o de los nuevos que yo no conozco y están donde Cristo perdió el mechero.

Mi tío sentía pasión por los bocadillos de calamares pero también por los de jamón, así que según fueran las circunstancias se decidía por uno o por otro o por los dos a la vez, cosa ésta última que solía hacer casi siempre porque las noches de tren abrían mucho el apetito.

En los tiempos de mi tío y en los de mi juventud el olor de los calamares se mezclaba con el del cocido madrileño que hervía lentamente en las cocinas de carbón de cada casa hasta después del mediodía cuando cada quisque se atizaba los tres vuelcos a fuerza de morapio y pan de hogaza para luego retirarse a algún rincón protegido en el caso de los menestrales a echar una cabezada y dejar al cuerpo concentrarse en el arduo proceso de la digestión o en el de los funcionarios y clases medias retirándose al hogar durante dos o tres horas a cumplir el mismo sagrado deber pero con pijama y orinal.

El bocata de calamares ha sido, es y será, a no ser que nos quedemos sin calamares porque hoy en día se puede esperar cualquier cosa, el bocata madrileño por excelencia, porque tradicionalmente nuestros bocadillos no han sido la bomba gastronómica si nos ponemos a pensar en ello. Mis recuerdos de juventud no van mucho más allá del bocadillo reseco de queso o chorizo que se quedaba atravesado en el gaznate y tenías que bajarlo a fuerza de claras con limón o vino con gaseosa.

Personalmente descubrí las excelencias de un buen bocadillo cuando viví durante dos años en Barcelona. Cada día iba a la calle Londres cerca del paseo de Gracia y antes de entrar a mi trabajo a las ocho de la mañana cumplía dos ritos muy importantes para mí, uno era el de atizarme un carajillo de coñac, de ese coñac casi a granel, suave y agradable que enseñorea Cataluña y el otro pasarme por la charcutería que ya estaba abierta a esas horas en donde una simpática señora me preparaba amorosamente cada mañana un bocata como Dios manda.

Primero abría la barra y restregaba el ajo y el tomate abundantemente, luego embebía las dos tapas con un dorado hilo de aceite y una pizca de sal espolvoreada con sus dedos índice y pulgar para a continuación hacerme la pregunta mágica: ¿qué ponemos hoy?

Pregunta cuya respuesta venía yo elaborando en el tren que me traía cada mañana desde Castelldefels a Barcelona en un paisaje que yo sustituía por el de su mostrador cargado de fuets, butifarras, jamones, salchichas, lomos, morcillas, salchichones...

Pero volviendo al calamar, cada madrileño, o sea todo el mundo, porque en Madrid no se hacen distinciones entre el que ha nacido intramuros, ha venido de Iquitos o está de paso camino de la estación de Atocha, conoce el bareto más guarro y mugriento donde los bocatas de calamares están que se salen, o que te cagas, que son aún mejores. Pero ojo, en esto hay que tener cuidado, porque de vez en cuando te la clavan con un bocadillo de pan de hace dos días y unos calamares gomosos, correosos y fritos en el mismo aceitorro denso y negruzco por el que han pasado generaciones de pobrecitos cefalópodos. Pero ¡ah! cuando el calamar se fríe en buen aceite limpio compite a la par con la mejor tempura japonesa.

Hoy, naturalmente, Madrid tiene mucho más que ofrecer que el bocadillo reseco del que hablaba más arriba. Aunque en cierto modo sigue teniendo algo de poblachón manchego se ha convertido, a veces a nuestro pesar, en una urbe sofisticada y cosmopolita con la más alta gama de restaurantes y bares de tapeo que se puedan encontrar en toda España, desde las tablas de ahumados y las parrilladas de mariscos, las tapas al estilo riojano y los chutes de ácido úrico con los reyes del jamón y las chacinas hasta las virguerías cubiertas de muselinas de ajo blanco, delicias de caviar o el sushi de carabineros con gengibre y wasabi.

El madrileño de hoy es una mezcla de andaluz y japonés, le gusta picar de aquí y de allí en pequeñas cantidades, cambiando los sabores, comiendo o cenando muchas veces de tapas que es más divertido, rehusando los platazos aburridos de lo mismo. Ya no se trata de saciar la hambruna, de llenar la andorga, se viven por suerte tiempos mejores, y se prefiere la degustación de lo poco y diferente que la comida, cena y resopón del tragaldabas.

Todo esto de las tapas y los restaurantes cuesta sin embargo una pasta porque el maldito euro nos ha dado una puñalada trapera a los incautos contribuyentes que no cicatriza y nos duele en lo más hondo. Así que en la rutina de los días en la que no puedes permitirte muchos olés, cuando de repente te asalta una gazuza que no diquelas te vas a la plaza mayor o al primer bar que conozcas y te remuneras con un bocata de calamares calentitos y una birrita y enseguida te sientes otro y comienzas a hablar con el de al lado que ya va por el tercero y no deja sitio a la peña que entra sonándoles las tripas.

Pero ¿podrán comer calamares las generaciones futuras? ¡qui lo sà! lo cierto es que, hoy por hoy, siguen abundando por esos mares de Dios a pesar de que chinos, japoneses y asiáticos en general se los zampan como si el día del juicio final fuera esta tarde a las cuatro.

Muy a menudo aparecen en la tele descubrimientos de calamares gigantes que compiten con el famoso de Julio Verne, los hay que miden más de dieciocho metros de longitud hasta la punta de los tentáculos pesando alrededor de los mil kilos. En las costas asturianas, sin ir más lejos, han encontrado entre las redes de pesca ejemplares de seis metros de longitud y cincuenta kilos de peso, que no está mal si consideramos la cantidad de bocatas que se podrían preparar con uno sólo de éstos moluscos.

Pero nuestro gozo en un pozo, parece ser que estos amigos tienen un fuerte sabor a amoníaco que impide la ingesta, según los expertos el tejido muscular está impregnado de una solución de cloruro de amonio que le proporciona la sustentación necesaria para permanecer en la profundidad deseada. Una pena. Pero mirándolo bajo su punto de vista hacen muy bien porque si no terminarían sus días en las turbulentos aceites de las freidoras de la plaza mayor.

En cualquier caso me parece que sería de ley el que una brigadilla de madrileños se desplazase hasta nuestro sacrosanto ayuntamiento a pedir una cita con el alcalde para sugerirle que en el escudo del oso y el madroño se incorporase un calamar, no sé, apoyado en el madroño y con una viserita castiza de medio lao. O mejor un pulpo junto a los leones de la Cibeles, con un tentáculo sobre cada uno de los felinos en señal de amistad entre el secano y las aguas que rodean nuestras costas. ¡Ya lo tengo!

¡Neptuno! en la fuente de Neptuno unos calamarcitos acompañando sonrientes al dios de las aguas, entre los delfines y los caballos de mar, brincando alegres sobre los chorros de agua.
5.12.06
San Francisco
J. L. Medina

No hay comentarios:

Publicar un comentario