A cada uno se le queda la Navidad en la retina de una forma diferente pero no suele ser una imagen renovada cada año, que evoluciona con el tiempo, generalmente se trata de un pequeño trozo de película tomada por nuestro cerebro en algún momento que no tuvo una especial relevancia, al menos aparentemente, y que quedó cristalizado, embebido entre los tres y los catorce o quince años de edad en algún meandro de la memoria y que la resaca del tiempo activada por un olor, una imagen, una textura hace aflorar a la superficie del recuerdo como la contemplación de un fuego de artificio que eclosiona y se derrama durante unos breves instantes impregnando la negrura de la noche.
Las demás Navidades, todas las Navidades van pasando año tras año, reuniones, cenas, regalos, viajes que se desintegran en finas partículas de olvido como el polvo sobre los armarios y los cuadros. Y al final siempre nos queda una única Navidad intemporal y querida que representa a todas las demás.
Mi particular Navidad se sitúa en el invierno de Madrid, con los gélidos aires del Guadarrama haciendo estragos de bronquitis, catarros, gripes, a través de los cuchillos de frío que cruzaban las calles de los barrios penetrando inmisericordes por las innumerables rendijas de unas casas sin calefacción, con un único brasero de cisco bajo la mesa camilla y lo que pudieran dar de sí los fogones de las cocinas de carbón.
Llegaban las vacaciones de Navidad y los chicos nos lanzábamos a la calle sin arredrarnos los sabañones ni las sempiternas grietas en el dorso de las manos y las rodillas ¡ah la calle! la calle es y ha sido el verdadero hogar del madrileño. Para nosotros las fiestas empezaban con los niños de San Ildefonso cantando los números de la lotería la mañana del día veintidós de diciembre. En mi casa todo el capital que jugábamos ascendía normalmente a seis o siete pesetas, eso el año que alguien se acordaba de comprar alguna participación. Pero jugásemos o no la radio permanecía encendida durante todo el sorteo y las voces de los niños resonaban de un piso a otro con su cantinela de números y premios que en éste caso no era molesta si no todo lo contrario. Y algún vecino aparecía de vez en cuando por la puerta preguntando: ¡qué! ¿ha salido ya? ¡no, éste año se está haciendo de rogar...! ¡no nos tocará nada...! ¡bueno...mientras haya salud!
Por entonces mi barrio de Cuatro Caminos terminaba más o menos a la altura de los Nuevos Ministerios que estaban en fase de construcción sólida con los granitos de Colmenar Viejo. De allí hacia la Plaza de Castilla sólo había desmontes y algunas casas salpicadas, el campo del Real Madrid, las viviendas de los tranviarios que entonces estaban en el quinto pino y la solitaria y desolada Plaza de Castilla con sus torres del agua.
En las bocas del metro de Cuatro Caminos los corralitos de pavos uniformados como miembros de la ceneté esperaban el cliente ricachón que les llevaría a la cazuela y los puestos de figuritas de Navidad, rifas, turrones, frutos secos y juguetes se alineaban en la acera de Bravo Murillo hasta el cine Montija y el mercado de Maravillas.
Era un Madrid de colgajos y luces mortecinas, de ramal y media manta, paleto y mal hablado, cutre y poco aseado pero también simpático, entrañable y solidario. Al llegar las fiestas flotaba la ilusión en el ambiente como el vaho que producíamos a través de la gruesa bufanda que nos enrollaban nuestras madres hasta los ojos, la gente pretendía ser mejor o lo esperaba para el año que entraba. Quizás por esto una legión de tullidos, pobres en andrajos, desheredados de la fortuna, se multiplicaban por todos los rincones, en todas las esquinas, enseñando los muñones, implorando una piedad en fechas tan señaladas que conmoviese los corazones de los viandantes.
El belén era la gran ilusión, en casa siempre había un rinconcito con un pequeño portal y una luz iluminándolo en el interior. En el centro de Madrid, en la Puerta del Sol y la Plaza Mayor los belenes eran grandes, llenos de bombillas, de casitas de corcho y figuritas que se iban acercando al portal junto a los reyes magos y ríos de papel de plata que nacían en las montañas de cartón cubiertas de harina sobre un fondo de papel azul tachonado de estrellas.
Por las calles del centro algunos comercios sacaban altavoces a las aceras y la gente podía oír los villancicos mientras compraba un poco de muérdago y acebo para hacer adornos navideños. Los niños recorríamos el barrio muertos de frío desgañitándonos con la zambomba y la pandereta. ¡pero mira cómo beben los peces en el río...! y cualquier aguinaldo era celebrado fuese en perras gordas o en especie.
Y en casa todo discurría alrededor de la familia y la comida: coliflor, lombarda, sopa de almendras, ensaladilla rusa, merluza; y de postre turrones, alfajores, polvorones, figuritas de mazapán. En la misa del gallo el que más y el que menos se quedaba dormido por efecto de las copitas de Licor- 43 o el licor de hierbas que mi madre hacía todos los años.
Al día siguiente era Navidad pero no acababan ahí las fiestas, luego venía el día de los Santos Inocentes y después el fin de año y aún quedaba el seis de enero para la llegada de los magos con sus juguetes y el carbón de azúcar.
La Navidad que recuerdo era un tiempo de fe, familia y solidaridad. Celebradas en el mundo cristiano con el nacimiento de Jesús acompañado por sus humildes padres María y José, tiempo también de celebración para los judíos, el Hanukkah, fiesta de las luces, que se prolonga durante ocho días y en el que se van encendiendo velas, una la primera noche, dos la segunda y así sucesivamente. Es también fiesta para los musulmanes, el Eid Al-Fitr celebración del fin del ramadán que discurre durante tres días en los que se distribuyen dulces, comida y bebidas sin alcohol en las mezquitas y las casas particulares.
Pero no son sólo fiestas religiosas, el hombre que busca desde su nacimiento el motivo espiritual que explique su presencia en la tierra también se preocupa y celebra los ciclos de la naturaleza que hacen posible su supervivencia, el solsticio de invierno trae el inicio de los días más largos, el despertar de las actividades que prepararán la siembra para una nueva temporada, los buenos augurios para un año que comienza. Cuerpo y espíritu caminan juntos en la maquinaria compleja del ser humano.
Y si las religiones a menudo nos han enfrentado y llevado a la guerra, las celebraciones de la Navidad por el contrario han extraído del hombre los más bellos momentos de su alegría interior, su intelecto y su búsqueda de la belleza, sólo tenemos que oír un poquito del Messiah de handel o alguna obra de Haydn o Mozart para que se nos oprima el corazón y las lágrimas se desborden por nuestras mejillas ante tanta armonía y deleite.
Hoy estas fiestas, como todas las que hay a lo largo del año han cambiado al igual que ha cambiado el mundo. Mucha gente las ve como una oportunidad para viajar a otros países, para acudir a las catedrales del consumo, para hacer deportes de invierno pero aún conservan el espíritu de alegría y solidaridad que han tenido siempre.
Cada uno debería celebrar la Navidad conforme a sus creencias, tradiciones o modos de vivir tratando de respetar tanto al que se siente reconfortado con el espíritu religioso de estas fechas como al que prefiere irse a una isla del Caribe.
Lo que me llama la atención es que a algunas personas imbuidas de ideas marxistas y progres que no ven más allá de sus narices les dé por lo más contraproducente de todo que es la prohibición. Que se hayan prohibido este año en algunos colegios los belenes e incluso el canto de villancicos. Y que parece ser que hasta una profesora tiró el belén de unos alumnos a la basura bajo el pretexto de que en un colegio público de un país laico no se permiten los símbolos religiosos. Hay que ser cateto.
Porque estando de acuerdo en la separación de la iglesia y del estado creo que el sentido común nos hace ver que ésta es una fiesta querida por todos, que hace ilusión a los niños, que nos ha hecho ilusión a generaciones y generaciones de españoles religiosos o no. Y si estas y otras cosas pasan a ser vedadas, me entran escalofríos en lo que puede convertirse nuestra sociedad en el páramo socialista.
Pero confiemos en la gran mayoría que renueva cada año con su alegría, su ilusión y su espíritu las reuniones familiares, los belenes, los árboles de Navidad, la solemnidad de la música en una catedral y el chispeante villancico al son de la zambomba y la pandereta ¡feliz Navidad a todos!.
23.12.06 San Francisco - J. L. Medina
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