lunes, 14 de septiembre de 2009

HABLANDO DE CONSUMO CON MI HERMANO.

Estos días atrás mi hermano estuvo enviándome algunas canciones de Louis Prima por el correo electrónico, canciones que alegraron nuestra juventud abriendo una corriente de navegación hacia el exterior en el espeso océano folklórico nacional. En este intercambio se me ocurrió sugerirle la compra de un ipod en el que podría recopilar un buen fondo de canciones con las que entretener sus apetencias melómanas.
Y me contestó lo que sigue: " Pues si, yo también tengo ipod, aunque parezca raro.

Lo compré en Andorra en una de esas salidas del club de montaña, pero no lo uso. Lo que pasa es que como tantos otros cacharros, hay que cargarlos de continuo y pierdo interés, o simplemente no me acuerdo de que existen. De repente lo vuelvo a ver y me digo que estaría muy bien llevármelo en la bici o en alguna marcha, pero al no usarlo con ninguna frecuencia, me olvido de cómo se utiliza e incluso dónde está el cable de conexión".

Mi hermano roza con timidez los sesenta y siete años pero yo le veo aún en pantalón corto saltando de cuatro en cuatro los escalones de nuestra casa abrazado a un par de cazos y un puchero con el encargo de mi madre de llevarlos al lañador de la esquina para restañarlos. Suena a algo medieval pero en realidad no han pasado tantos años físicos aunque sí han pasado siglos en el desarrollo de las sociedades.

Le recuerdo en su traje de falangista, algo desnutrido y acobardado, y sus campamentos y marchas en los que el jefe de escuadra les hacía vaciar las cantimploras para que el camino fuera más sacrificado y les imprimiera carácter mientras los mandos del bigotito se iban a Chicote a atizarse los coñacs de estraperlo y ejercer el derecho de pernada o bajar la bandera a alguna rabiza de la Gran Vía.

Mi hermano y yo fuimos de la generación del tazón de sopas con leche, de los abrigos vueltos del revés, del yogur con goma elástica cuando estabas con los dolores de un atracón de cocido, la vida era elemental, los objetos que nos rodeaban eran los estrictamente imprescindibles, los regalos de Navidad: pinturas para el colegio, calcetines, quizás un libro.

Mi hermano, que siempre fue un espíritu rebelde, trató de huir y prevalecer en éste mundo que le rodeaba de la única manera posible, creando su propia fantasía personal, protegiéndose en un mundo interior cuyos muros eran las lecturas de Verne, Defoe, Allan Poe, Edgar Rice Burroughs, Salgari, se construyó un piélago con islas desiertas en las que sólo podría sobrevivir si fuera capaz de partir de la nada, crear con sus manos su propio universo, rodearse de sobriedad y ascetismo, hasta convertirse él mismo en una isla.

Y lo consiguió. Él seguía la máxima esa que dice: " Lo importante no es tener mucho sino no crearse necesidades". Pero el mundo a su alrededor, a nuestro alrededor, comenzó a cambiar, recuerdo que nuestros padres estuvieron ahorrando peseta a peseta hasta reunir el importe total para comprar una lavadora, de aquellas primeras marca Otsein, y se fueron a la tienda con todo el dinero en el bolso aunque ya por entonces empezaba a fomentarse el sistema de venta a plazos, pero a ellos eso les parecía raro, poco moral, si compraban algo tenían que pagarlo en el acto. Y así lo hicieron.

Aquellos años de penuria y adoctrinamiento sólo crearon algo a mi juicio bueno: varias generaciones aprobaron el master de la supervivencia que les hizo ciudadanos correosos y austeros, conocedores del valor de las cosas, capaces de discernir y sacar provecho a un mundo que iba cambiando a velocidades inusitadas. O sea, que sabían lo que valía un peine.

Estos del peine, ya no lo usan en su mayoría y sus preocupaciones recorren el camino entre el paseo matinal a la ermita y la consulta de la Seguridad Social. Pero aún siguen, muchos de ellos, enteros y socarrones apurando el sol que se les escapa sin dejarse convencer todavía por los piripillos malabaristas del politiqueo y el aluvión del consumo.

Y continúa mi hermano: " Las fábricas, con gente como yo, irían a la puta ruina, al igual que los cientos de cosas que no he utilizado prácticamente nunca, como corbatas, sombreros, sortijas, mecheros, relojes de lujo ( ahora no uso ni relojes de cartón ) whisky y hasta Nicanor tocando el tambor... no es que esté en contra de ellas, si no que no me hacen falta. Parece que es conveniente que la gente necesite muchas cosas aunque sean inútiles y superfluas. El caso es consumir y no parar de producir a cualquier coste de materias primas ".

" No me hacen falta " dice mi hermano, su filosofía entiende que si compra algo es " porque le hace falta " en el sentido práctico, un jersey para el frío, una lámpara, los rollos del papel higiénico... ahora se compra porque es divertido, porque incrementa el ego, el vanitas - vanitatis de poseer un bemeúve, un mercedes, un abrigote de pieles que se pasa medio año en el frigorífico de la tienda.

Se consume para llenar el hueco que han dejado los valores perdidos, la ilusión quimérica del " contigo pan y cebolla ", la falta de nutrientes espirituales que llenaron en algún momento del pasado nuestras vidas en las que éramos moderadamente felices sin tantas cosas alrededor, encariñándonos únicamente con los objetos precisos que llegaban a ser apéndices de nuestra personalidad, que nos acompañaban como seres queridos durante gran parte de nuestras vidas.

Consumir se ha convertido en un acto compulsivo, en un fin en si mismo que abarca a las cosas pero también a las personas, que se compran, se usan y se tiran como cualquier objeto que sale de una cadena de montaje.

Cuando por fin salimos de mal año y entramos en esta democracia verbenera muchos pensamos inocentemente que los sacerdotes de la izquierda seguirían luchando por los trabajadores, por una vida racional alejada del derroche y el consumo, decía un actor rojillo (ahora se les llama progres ) en los años setenta: " Yo soy feliz cuando tengo el suficiente dinero para comprarme un libro", pero ahí los tienes ahora calentando el culo en el coche oficial que, como dice la canción"ese es el amor prohibido al que no renunciaré ".

El consumo es ahora un hecho global, todos participando de él, parecería a simple vista un derecho altamente democrático. Nada más alejado de la realidad. El consumo es profundamente discriminatorio, mucho más que una dictadura, incluso yo diría que más que una monarquía que al parecer recibe el poder directamente de Dios.

El consumo discrimina a través de la cartera, para unos pocos con mucha pasta las macrocasas, los yates, las carnes más jóvenes y apetecibles, para el resto las revistas del corazón.

Sabedores los que mandan del problema que se podría crear en las masas amorfas envidiosas del lujo, han abierto una nueva vía para reducir la tensión y recaudar ingentes cantidades de dinero en montoncitos pequeños, y ahí han llegado los chinos al rescate con sus barcos cargados de contenedores repletos de todo a cien, para repartir baratijas como hicieran los conquistadores en el siglo dieciséis.

Y termina mi hermano: " Cuando entro en un local de esos chinos de " todo a cien " veo un cantidad ingente y desorbitada de cachivaches de plástico, absolutamente horrorosos, horteras e inútiles ( desde mi punto de vista, naturalmente ) Y tengo que hacer un esfuerzo mental para admitir que hay gente que los compra y que a lo mejor, incluso les gusta. Yo entiendo que a veces uno compre algo porque es exclusivo, singular, nunca visto, original, pieza única, aunque no sea muy bonita. Pero estos cachivaches que te digo, están en una estantería alineados en disposición militar junto a otros trescientos ejemplares idénticos, igual de horrorosos, lógicamente. Con lo cual la idea de comprar algo original desaparece ".

No hace tanto los europeos se fijaban con asombro en los americanos que ocupaban los fines de semana en los grandes almacenes, ahora también ellos pasan su tiempo libre en las grandes superficies en lugar de irse al campo a dar una vuelta o, como hacíamos antaño, pasar el rato en un merendero con la tortilla y los filetes empanados, el vino y la gaseosa.

La gente acude a las nuevas catedrales del consumo atraídos por el brillo, por el espejismo de los objetos. Pero quien sabe, quizás un día de estos un consumidor, ahora llaman así a los ciudadanos, sufra un pinchazo de camino y al cambiar la rueda se tope con los cuatro viejos que toman el sol junto a la tapia. Con suerte, puede que comprenda el mejor sentido de esos carcamales que usan su tiempo de forma diferente y quizás hasta se lo cuente a sus amigos y reflexionen sobre ello. La esperanza es lo último que se pierde.
16.09.07
San Francisco - José Luis Medina.

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