No nos hemos levantado temprano, además remoloneando y dejando el tiempo pasar mientras tomamos café se nos ha ido casi la mañana. En consecuencia salimos hacia La Rioja más allá de las once, poca cosa que llevar: un par de mudas, un libro para llenar huecos, el equipo fotográfico y algo de abrigo y lluvia.
Hace unos tres años que no subimos a por vino. Nuestros viajes suelen ser rápidos, de un par de días, damos una vuelta, fijamos de nuevo el paisaje en nuestras mentes, tomamos unos cosecheros con pimientos rellenos, nos informamos si los antiguos amigos siguen bien, compramos vino y nos volvemos.
Ir a La Rioja ha sido una constante en nuestras vidas desde principios de los años setenta cuando comenzamos a descubrir los restos prehistóricos riojanos en esas tierras ondulantes cubiertas de viñas, de pueblos salpicados entre la bruma del valle de la que sobresalen castillos, iglesias-fortaleza, recintos medievales fortificados, el característico románico riojano de Logroño, de Santo Domingo de la Calzada y el Camino de Santiago, de la Sonsierra y la comarca del río Tirón, de San Millán de la Cogolla y el Valle del Najerilla, sierras blanquecinas de lascas oblicuas de piedra afilada como inmensas cuchillas y nieve en un horizonte de montañas circundantes que reflejan la luz plateada de sus cumbres sobre el milagro de los racimos prietos ocultos entre el fuego de sus hojas rojas y amarillas.
Entonces aprendimos aquello de que " En La Rioja no hay tranvía - tampoco tenemos metro - pero tenemos un vino - que resucita a los muertos ". Esto que mi padre cantaba cuando yo era pequeño pude comprobarlo después y brindar a su memoria desde cualquiera de las innumerables bodegas algunas de las cuales visitamos poco a poco, en diferentes viajes en los que nos fuimos familiarizando con términos como " cosechero " " crianza " " reserva " añadiendo a nuestro vocabulario conceptos como " maceración carbónica " o " crianza biológica " en la que los vinos tras el frío invierno y la fermentación alcohólica se cubren de un velo o " flor " de color blanquecino, una pátina, un manto producido por las levaduras.
Hace un día destemplado, con rachas fuertes de viento que se incrementan al pasar por Somosierra, mucho tráfico, el carril derecho ocupado casi por entero por camiones que no bajan de los cien o ciento diez kilómetros por hora. Chaparrones intermitentes que van aumentando conforme nos acercamos a Burgos.
Paramos en el Tudanca, después de llenar el depósito desayunamos un bocadillo de tortilla española, la barra está vacía así como la tienda con los quesos, lomos embuchados, chorizos, lomo frito en aceite en botes de cristal, piernas de cordero asado en embases al vacío listas para comer, galletas, magdalenas y pastas confeccionadas por las monjas de varios conventos de la zona. No es época de excursiones, es un día de trabajo al principio de la semana con mal tiempo.
Volvemos a la carretera, una hora después nos desviamos a la derecha de Burgos para coger la autopista de peaje hacia Vitoria, a la izquierda queda la aglomeración del ladrillo anárquico extendido como un feo borrón a través del cual aún sobresalen tímidamente las dos torres grises con sus agujas caladas de la catedral gótica.
A la salida en Pancorbo enlazamos con la N-232 que ahora está muy mejorada y nos lleva con gran rapidez por Fonzaleche y Casalarreina hasta Haro desde donde seguimos un poquito más hasta Labastida. Son las tres y pico de la tarde cuando paramos bajo la lluvia en la puerta del restaurante Jatorena en cuyo sótano hace ya más de treinta años solíamos compartir con una multitud bulliciosa sus patatas con chorizo y las chuletas al sarmiento bien regado con un cosechero local.
El restaurante está casi vacío excepto por una familia con un bebé y un pequeño grupo cercano al televisor que entretiene la sobremesa tomando una copa. Pedimos menestra de verduras y chuletillas. A través de las ventanas la tarde se hace más gris, llueve con fuerza. Así que decidimos ir a buscar habitación al hostal de Ábalos y echarnos una siesta.
Ya anochecido y bajo la persistente lluvia que en algunos momentos se transforma en finos copos de nieve nos damos un paseo rápido por Haro, la plaza está vacía y sólo algunos grupos de hombres entran y salen de los bares en los que hay poca actividad y algún parroquiano toma un vino con los ojos puestos en el sempiterno partido de fútbol de la televisión.
Conducimos despacio hacia Laguardia, es la mañana del siguiente día, tenemos suerte de que se haya abierto algún claro y aunque el cielo permanece borrascoso no parece amenazar lluvia de momento. A nuestra izquierda la rocosa cordillera del Toloño a la que nos dirigimos subiendo al Balcón de la Rioja. La tierra de Castilla se extiende detrás de nosotros hasta el horizonte con todas sus poblaciones en un océano de viñas muchas de ellas rodeando los promontorios en los que se asientan viejas fortalezas y castillos, Elciego, Laguardia, Ábalos, Haro, San Vicente de la Sonsierra, Labastida, Briones, Anguciana, Samaniego, Casalareina, San Asensio, aprovechamos la parada en el Balcón de la Rioja para preparar nuestras cámaras y tomar algunas vistas del valle cubierto por una fina capa de neblina.
Al otro lado de Peñacerrada ya en Navarra el paisaje se cubre de hayedos, caen algunos copos de nieve, el otoño tardío ha dejado muchos árboles desprovistos de hojas pero aún las cámaras están dispuestas a impresionar los viejos troncos cubiertos de líquenes, el mullido suelo tapizado de hojas rojas, las fuentes de piedra cubiertas de verdín y finas capas de hielo que sellan el agua cristalina cuya transparencia deja ver ramas y hojas rojas y amarillas atrapadas.
Bajamos lentamente por la carretera hasta vislumbrar las primeras casas de fuerte sabor vasco-navarro, los caseríos entramados de vigas de roble y mampostería de piedra caliza o pizarrosa que guardan las distancias entre suaves colinas y estrechas carreteras que serpentean entre los hayedos.
Al cabo, volvemos sobre nuestros pasos cruzando de nuevo el Balcón de la Rioja para dirigirnos hacia San Vicente de la Sonsierra y más concretamente a un kilómetro entre Peciña y Ábalos donde se sitúa la Basílica de Santa María de la Piscina. Conocemos bien esta iglesia del románico riojano que hemos visitado en diversas ocasiones durante los últimos treinta años. Está situada en una colina desde la que se domina el Valle del Ebro, a su alrededor existe una necrópolis, un poblado con viviendas semirupestres y restos de fortificaciones y atalayas.
Parece ser que su fundación se debe al infante Don Ramiro Sánchez de Navarra que al volver de la Primera Cruzada se retiró al Monasterio de San Pedro de Cardeña donde otorgó testamento el 13 de Noviembre de 1110 ordenando fundar una iglesia que fue finalmente consagrada el 1 de Agosto de 1137 por Don Sancho de Funes obispo de Calahorra.
El templo consta de una sola nave, presbiterio y ábside; bóveda de medio cañón sobre arcos fajones y ábside con bóveda de horno. Junto a la iglesia hay una necrópolis con cuarenta y nueve tumbas labradas en la roca caliza de la ladera y cuatro al lado este de la iglesia cerca del ábside algunas de las cuales datan de la segunda mitad del siglo X. El poblamiento de la zona de la Sonsierra se remonta a tiempos prehistóricos como lo atestigua el dólmen de Peciña.
El día se vuelve desapacible, vamos a comer de nuevo al Jatorena en Labastida, en algunas zonas aún se está recogiendo la uva, a un lado y al otro de la serpenteante carretera las bodegas ofrecen a la vista sus grandes caserones de piedra y madera que dan prestancia y alcurnia a sus vinos. Sin embargo esta estética tradicional está cambiando y surgen como hongos las nuevas edificaciones de acero inoxidable que a mis ojos parecen cementerios de chatarra depositados en medio de un paisaje idílico de viñas y laderas ondulantes, módulos de cemento, cubos y construcciones bunker que según las modas arquitectónicas al uso quieren dar un aspecto " aéreo " a las bodegas.
Nos sentamos a comer unas patatas con chorizo y huevos fritos con ensalada, en este restaurante aún siguen con la tradición de dejar la cacerola bien llena con su cazo en el centro de la mesa para que te sirvas varias veces si tienes buen apetito, esta costumbre casera está cambiando y va desapareciendo en la mayor parte de las casas de comidas y muchos de estos negocios están derivando a una cocina moderna donde imperan las fruslerías de lo postmoderno.
La tarde se ha vuelto definitivamente gris, en la televisión el ministro de economía con su habitual aspecto somnoliento informa con aire monótono, atonal y cansado que se avecinan tiempos malos que puede que no sean tan malos pero que hay que esperar que serán malos.
Después de la siesta y antes de la cena salimos a recorrer el pueblo de Ábalos, hace frío y tenemos que abrigarnos bien, las calles con sus caserones de piedra tachonados de escudos heráldicos permanecen desiertas, sólo de vez en cuando se filtra a la calle la azulada luz y la estridencia de un televisor encendido en un pequeño bar. Andamos hasta la iglesia parroquial de San Esteban sobre los pasos de los hombres de Alfonso I, rey de Asturias, que recorrieron la ribera del Ebro en el año 740, de Ruí López de Dábalos a quien Carlos III de Navarra concedió en 1397 el pueblo con todos sus terrenos y derechos. Ábalos era una aldea de San Vicente de la Sonsierra tutelada por diferentes linajes hasta recaer en Juan Hurtado de Velasco, Conde de Castilnovo, quien autorizó en 1653 la separación de la localidad de San Vicente previo pago de 449.800 maravedíes. En 1727 el señorío fue puesto en pública subasta siendo adjudicado a los vecinos que pujaron hasta los 53.500 maravedíes y desde entonces Ábalos es villa independiente.
La plaza de la iglesia está desierta, la luna pálida y fría cruza entre dos calles y se oculta entre nubes que difuminan su pálida luz sobre las huertas y las viñas. Dos vecinos se cruzan y sus voces reverberan en las paredes de la plaza y la iglesia que está suavemente iluminada y muestra su torre barroca y el pórtico donde destaca la imagen de la Virgen con ornamentación en forma de trébol.
Nos levantamos con intensa lluvia, desayunamos y vamos a comprar algunas cajas de vino cosechero y crianza. Como el día no está para paseos nos dirigimos a Haro para comprar algunas conservas y yo tengo interés en unas zapatillas de las de toda la vida, las que usaban nuestros padres y nuestros abuelos y que ahora sólo se encuentran en tienditas olvidadas que están a punto de cerrar porque las grandes superficies del consumo inundan el mercado con el todo a cien de las zapatillas chinas. Horribles zapatillas porque no suelen ser más que dos trozos de plástico o algo indefinible entre el alquitrán y el cartón.
De todo esto hablamos con una señora de mediana edad que aún lucha en su pequeña tienda de zapatos bajo los soportales de Haro, muy nerviosa, nos explica con gran detalle el calvario de abrir la tienda cada día para lograr unas magras ventas que hacen casi insostenible el mantener el negocio abierto.
Las pequeñas industrias – nos dice – casi siempre de tipo familiar que tradicionalmente vivían del mercado local y regional van sucumbiendo ante un mercado con el que no pueden competir, el mundo se inunda de productos baratos de inferior calidad que los hechos casi artesanalmente en la zona pero que imponen su ley de mercado. Al final la tan cacareada globalización no es buena nada más que para las grandes empresas y los especuladores.
Me quedo muy contento con las zapatillas que me ofrece y mientras le pagamos echo una mirada nostálgica en derredor, las cajas de cartón apiladas, las estanterías de madera con su escalerita móvil, la mesa camilla en un rincón desde donde nos llega una música suave de un transistor que alegra las horas de esta buena señora que representa a otra capa de una sociedad que se desvanece, se extingue silenciosamente porque los tiempos siempre cambiantes dan al traste con todo, reemplazan lo bueno y lo malo por algo nuevo que arrincona los viejos usos, a las cosas y las personas.
Sigue lloviendo, decidimos irnos porque no se puede callejear, enfilamos por la autopista y paramos brevemente en Briviesca para seguir de vuelta a Madrid, empeora más el tiempo. Por la carretera entre ráfagas de lluvia y viento pienso con nostalgia en otros días del pasado, hace treinta años, disfrutados en esa parte de España, La Rioja, tan entrañable, amable y acogedora. Supongo que ahora sigue siendo así, pero yo ya no la veo con los mismos ojos, al menos en este último viaje.
J. L. Medina
San Francisco
26.12.08
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