lunes, 14 de septiembre de 2009

BANCO.

Nunca se me hubiera ocurrido pensar que trabajaría en un banco. Había terminado el servicio militar al que me enganché de voluntario por la cosa de quitármelo de encima y así poder estar listo para buscar trabajo. Al terminar de servir a la Patria ( yo cumplí con ella pero ella no cumplió conmigo tratándome como a una basura, pero no voy a perder el tiempo hablando de esto ) me encontré sin oficio ni beneficio pero tuve la potra de que me llamaran para una entrevista en un banco.

Pedían inglés y cuando rellené la solicitud puse que sí. No tenía nada que perder. Sabía algunas palabras de oír a mi hermano practicar consigo mismo frente al espejo o sentado en la taza del váter donde se pasaba las horas en interminables soliloquios forzando el acento americano al que luego cogió mucha hincha pasándose al más pulido y cursi de los hijos de la Gran Bretaña. Pero la verdad es que en aquellos tiempos mi hermano hablaba inglés, o sea, hablaba de verdad, cosa que le ponía a la cabeza de los más avanzados de su época.

Cometí el error de ir a la entrevista sin corbata ¡cagüen la mar! pero el gerente me miraba con buenos ojos ( luego comprendí que miraba con buenos ojos a todos los jóvenes del banco ) y tras un cruce de preguntas y respuestas obligadas y pasar un mal rato balbuciendo algunas palabras en inglés además de solucionar algunos problemas de aritmética de la que estaba in albis pero que supongo compensé con mis conocimientos de máquina de escribir aprendidos con tesón en una portátil de mi primo venezolano por el método ciego ( a mí me tiraban más esas cosas que los números ) terminé hecho polvo y volví a casa con el convencimiento de que la había cagado.

A la semana recibí una carta diciéndome: " enhorabuena, queda incorporado a la plantilla del banco para realizar un período de prueba de seis meses, preséntese en el Departamento de Personal el día tal..."
Tuve que leer la carta varias veces, no podía creérmelo. Pero era cierto. En diciembre de mil novecientos sesenta y ocho conseguí mi primer empleo como Dios manda y sobre todo cambió mi vida para siempre. Así, aunque suene rimbombante. Aquel giro en mi fortuna me llevaría con el tiempo a otras situaciones y otras formas de vida que jamás se me habrían pasado por la cabeza, vamos, ni harto de vino.

Las dos o tres primeras mañanas de trabajo las pasé haciendo papeleos en los organismos correspondientes, alta en la Seguridad Social, revisión médica... me acompañaba otro nuevo empleado incorporado el mismo día que yo, Tadeo, entre cincuenta y sesenta años, simpático, hablador, de cara y manos curtidas por el trabajo duro, ojos sagaces y atentos a todo lo que se movía a su alrededor. Yo a su lado era un trozo de requesón blandengue indeciso y nervioso. Nos caímos bien.

Mi trabajo sería el de cajero para lo cual tenía que recibir entrenamiento durante algún tiempo directamente en el mostrador cara al público. Había tres cajeras y un cajero, Miriam era la cajera más antigua y la que partía el bacalao, yo me convertí en la sombra de Manel, un cubano simpático y dicharachero que me fue guiando por los laberintos del cheque bancario, los cambios de moneda extranjera, los cheques de viaje y los cortes de caja al final de la jornada que eran el momento de la verdad, cuando todo tenía que cuadrar y en el ínterin, de allí no se movía nadie. Eso sucedía gracias a Martín que era el jefe de todos nosotros y el único que de verdad entendía de banca, el que solucionaba todos los problemas y nos sacaba de todos los apuros.

Al poco tiempo se despidió una de las cajeras y entró Luís a sustituirla. Tenía mi misma edad y enseguida sintonizamos y nos hicimos buenos amigos. Era muy imaginativo y contaba las cosas con mucha vehemencia y lujo de detalles, vivía en la calle Ferraz con sus padres y todos bromeábamos con él tildándolo de pijillo frente a otros de nosotros que éramos zarrapastrosos habitantes de la zona de Cuatro Caminos.

A mi me llamaba mucho la atención el plantel de amiguitas que aleteaban a su alrededor, bellas mariposas algunas deslumbrantes a las que yo, como buen tonto del haba, no me atrevía a aproximarme.

Tadeo había entrado como vigilante o portero y pasaba las mañanas junto a la puerta de entrada echando un ojo al mostrador de los cajeros y al de apertura de cuentas. Enfundado en su uniforme azul oscuro iba hecho un pincel paseando arriba y abajo desde la puerta de la calle a las escaleras de granito que descendían al semisótano de las oficinas. Era un águila para detectar y catalogar a todos los clientes, desde el más humilde al de más alto copete.

Sus dotes sicológicas iban más allá de lo superficial y de vez en cuando se nos acercaba y decía en voz baja y confidencialmente cosas como:
- Veis a la clienta del fondo... ( una señora de mediana edad con un perrito de aguas en brazos charlando animadamente con Manel ).
- pues esa se lo hace con el chucho...
- ¡pero que dice usted Tadeo! ¡qué cosas tiene!
- lo que yo te diga... ¡menuda guarra! ( decía moviendo la cabeza de izquierda a derecha ).

Tadeo no tenía mala intención, lo hacía para pasar el rato y nunca trascendía fuera del pequeño círculo donde lo recreaba. Pero tengo que admitir que las peculiaridades personales y el comportamiento de algunos clientes servían de acicate a nuestro buen compañero en la creación de sus rocambolescas historietas.

Teníamos, por ejemplo, los típicos clientes que aparecían de vez en cuando con maletines rebosando de billetes de banco, íbamos a la bóveda, contábamos el dinero, se lo ingresábamos en la cuenta y les devolvíamos el maletín. Otros lo hacían a diario con cantidades más pequeñas como el propietario de un restaurante chino del Paseo de la Castellana o algunas agencias de viaje de la zona.

Había una señora que vivía en el edificio y que al menos un par de veces al mes bajaba a recoger su vajilla de plata, cubiertos, bandejas y hasta alguna cacerola de la caja fuerte para dar una fiesta y luego, un par de días después, volvía con todos los cacharros para devolverlos a su rincón detrás de los barrotes.

Una cliente de unos cincuenta años de edad cuya fisonomía estaba a medio camino entre Doris Lessing y Joni Mitchell aparecía con un viejo maletín de cuero como el que solían usar los médicos antaño, la cara cubierta de esparadrapos sucios, costras y pequeñas heridas en la cara y en las manos, se defendía en castellano con mucho acento americano y era amable y pausada al hablar mientras te miraba con unos ojos azules desvaídos que habitaban otros mundos muy alejados de aquel mostrador.
Pero la mayoría de las veces bajaba los peldaños, se acercaba al mostrador, abría el maletín, hundía la cabeza en él como si estuviera buscando alguna cosa y se quedaba dormida.

Tenía una cuenta de ahorros con bastante dinero y sin apenas movimiento, solía aparecer por el banco unas cuatro o cinco veces al mes. Al cabo de un tiempo dejó de ir. Luego supimos que había muerto y nadie apareció para hacerse cargo de su cuenta cuya ficha siguió entre las otras durante los años que estuve de cajero.

Con el tiempo cada cajero tenía sus clientes habituales, Luís y yo solíamos atender a muchas chicas americanas turistas o que estudiaban en la universidad en Madrid. Recuerdo a una gordita simpática que venía a cambiar los cheques trayendo siempre a su gato en brazos. Un día, cambiando uno de los cheques cogió una llorera que fue más allá de los dos paquetes de kleenex. El gerente, alarmado, me mandó llamar. No se preocupe, es que se vuelve mañana a Estados Unidos y está la pobre muy desconsolada. ¡Qué soponcio, casi tuvimos que comprar un impermeable al gato!

Por allí pasaban sobre todo americanos o empresas relacionadas con los Estados Unidos, asociaciones americanas, empleados de la Embajada Americana, personal civil y militar de la base americana de Torrejón de Ardoz y algunos actores como Burt Lancaster, era la época de los spaguetti westerns, o Ray Millan, Jeffrey Hunter y otros.
Un soldado de la base a quien al parecer debía de caerle bien me dejaba siempre al lado de mis sellos de caucho un paquetito con un par de pastillas de LSD. Era en plena eclosión de la movida Hippie, el rollo de Ibiza y las camisetas psicodélicas con agujeros.

Esto me recuerda que había un efebo rubio, hijo de un magnate estadounidense, dorado por los soles y los mares españoles, con estudiada pinta harapienta de pantalones rotos y camiseta de las que hablo más arriba, que aparecía por el banco cada quince días escoltado por dos odaliscas, guapísimas las hijas de la gran puta, cubiertas de pingos y pegando un tufo que parecía que habían estado dos horas a remojo sumergidas en una bañera de Chanel.

El ínclito me dejaba un money order sobre el mostrador que solía oscilar entre los cinco y los diez mil dólares y que se llevaba en tacos de miles de pesetas sujetos con gomas elásticas metidos a presión en un sobre grande amarillo. Así, decía yo volviéndome a Luis, me hacía yo Hippie pero ya.

El banco era pequeño, empleados y clientes formábamos una familia yo diría que en general bastante bien avenida, la mayoría éramos chicos y chicas jóvenes que aún teníamos todo por hacer en la vida. Aunque predominaban los españoles había también unos cuantos cubanos, estadounidenses, puertorriqueños, algún alemán, francés, un belga, lo que bajo mi punto de vista ensanchaba nuestros horizontes enriqueciéndonos con las opiniones y forma de pensar de gentes que venían de fuera de nuestras fronteras.

Por las mañanas, sobre las siete y media, antes de entrar al trabajo, solíamos juntarnos en un bar en la calle Fortuny. Allí tomábamos café y algunos se bajaban sus coñacs y carajillos. Teníamos una compañera alemana, de muy buen ver, que dejaba temblando ella solita las existencias de coñac del bar y llegaba tan achispada a su puesto de trabajo que sólo podía andar en línea recta a eso de las doce de la mañana.

Alguna vez entre semana según fueran las necesidades de efectivo, agarraba un maletín bastante grande y en compañía de Tadeo y el chofer del banco que actuaba de comodín para otros menesteres cuando no eran requeridos sus servicios por la dirección, nos dirigíamos a un banco en la Gran Vía a recoger unos cuantos kilos de viruta. Íbamos y regresábamos en el autobús y a menudo, con la tela a cuestas, teníamos los santos cojones de meternos en un bar y tomarnos unos cafés y unas copas tranquilamente dejando el maletín apoyado en el suelo entre las cáscaras de gambas y mejillones. Eran, desde luego, otros tiempos.

Sí, eran otros tiempos que recuerdo con afecto y nostalgia. Más de uno encontró allí mismo a su pareja. Hubo bodas. También murieron algunos compañeros. Mary, siendo muy joven. Juan Miguel, aún más joven.

Todo aquello ocurrió en una época en la que no tenías que tener tres carreras, varios másters y dos idiomas extranjeros para entrar en las empresas de lo que hoy han dado en llamar eufemísticamente " becarios " pijada muy de estos tiempos pero que en el fondo sólo tiene el propósito de explotar y sacar el jugo a los jóvenes que empiezan esclavizados con jornadas inacabables y sueldos míseros siempre con la espada de Damocles del despido y la zanahoria a largo plazo del puesto de trabajo fijo. Muchos de ellos llegan a peinar canas de becarios y ven todo el proceso vital de sus ilusiones frenado y truncado por la falta de perspectivas de progreso laboral.

En aquellos tiempos muchos entraban de " botones " a los catorce años, pasaban tres o cuatro yendo a por el bocata de anchoas del oficial primero, recogiendo correo y llevando las letras de cambio de banco en banco. Mientras, aprendían los entresijos de la profesión. Se fijaban seis meses de prueba para demostrar que sabías hacer la "o" con un canuto, después pasabas a ser fijo y te caía encima el peso del "paternalismo" empresarial : pagas extraordinarias, economato laboral, ayuda para vacaciones, becas, participación en los beneficios, ayudas escolares, horario fijo sin tener que quedarte hasta las nueve de la noche para caer bien al jefe y otros etcéteras.

Hoy ese paternalismo empresarial es políticamente incorrecto, con lo que la empresa se ahorra una pasta y el empleado es más dueño de su libertad personal para no llegar a fin de mes y estar siempre a diez minutos de la oficina del paro.

Con el paso de los años el banco creció y también el número de sus empleados. Todo se trasformó. Cambió la forma de trabajo. Cambiaron los edificios. Tras la expansión y el paso del tiempo sucedió más tarde lo contrario, se fue reduciendo, la gente jubilándose en un proceso lento que fue disminuyendo su presencia hasta casi desaparecer.

Al cabo de cuarenta años, sin embargo, sé de una compañera de aquellos tiempos que aún sigue trabajando en su escritorio cada día aunque la empresa ya casi se ha evaporado a su alrededor.
31.01.08
San Francisco
J.L. Medina

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