Es algo inevitable, reúne a uno o varios niños entre siete y setenta años, un sendero que desaparezca en la profundidad de un bosque, una interminable tarde de verano y verás volar su imaginación a territorios desconocidos.
Antes de que la expansión de las ciudades empujara el campo al horizonte de nuestra vista la aventura comenzaba a escasos metros del final de la calle en la que vivíamos. Pertrechados de tres o cuatro patatas, un pequeño frasco de sal, un par de latas vacías y unas cerillas, cabalgábamos hacia los desmontes de la ciudad universitaria y el cerro de los locos donde habíamos construido nuestro refugio base en el que planeábamos nuestras incursiones a zonas que escapaban los límites conocidos y que llamaban poderosamente nuestra atención.
Consistía nuestro centro de operaciones en un chamizo construido en algún corte del terreno, entre unos árboles añosos o lugar escondido a la vista y el paso de la gente. Unas cuantas tablas, un trozo viejo de lona, bloques de piedra arrancados de las cercas eran nuestros materiales que luego cubríamos de ramas y hojas. El sueño primigenio del hombre, el lugar de reposo de Ulises y Robinsón Crusoe.
El interior era el lugar más cómodo y confortable que jamás hubiéramos podido soñar, disponíamos de varias estanterías para colocar nuestros múltiples cachivaches, trozos de cuerda, mecheros de chispa, acericos con agujas, alfileres y algún imperdible, gomas elásticas, tebeos, tacos de cromos, bolas, tirachinas, botellas vacías y un sinfín de cosas heterogéneas que caían en nuestras manos y a las que siempre encontrábamos alguna utilidad principalmente la de servir de trueque en nuestras negociaciones con otras bandas de chicos procedentes de los barrios aledaños de Estrecho, Tetuán e incluso Peña Grande más allá de la Dehesa de la Villa.
Nuestra primera tarea era preparar un fuego y poner a hervir patatas en un bote con agua que más tarde nos repartiríamos sazonándolas con un poco de sal. En los días de lluvia pasábamos las horas en el interior oyendo el repiqueteo del agua sobre nuestro frágil tejado que teníamos que reparar sobre la marcha de acuerdo con la intensidad de las goteras.
Cuanto más arreciaba más era nuestro placer dentro del chamizo donde jugábamos a las cartas apostando garbanzos y nos tumbábamos a contar historias e imaginar cataclismos producidos por volcanes que hacían temblar la tierra abriendo grietas de las que brotaba la lava ardiente y conseguíamos evitar con nuestra agilidad y destreza, horribles galernas en el mar que reducía a un montón de tablas nuestro barco y todos nosotros después de luchar durante horas con las inmensas olas arribábamos sobre los restos del naufragio a una isla desierta donde de nuevo empezaría la vida espoleando nuestra imaginación para aprovechar sus recursos, y sólo con algunas toscas herramientas seríamos capaces de construir una casa entre árboles centenarios, explorar y recoger alimentos, fabricar armas para cazar, como en Un capitán de quince años o La isla misteriosa.
En los largos días del verano los pocos que no nos habíamos ido de vacaciones al pueblo o a las colonias en el mar o la montaña, pasábamos las interminables horas de la canícula bajo la techumbre de tablas y ramas con El Coyote que alquilábamos en la calle Artistas, tebeos de Roberto Alcázar y Pedrin, del febeí con Jack, Bill y Sam corriendo aventuras en " La pantera de Michigan " o leyendo novelas como Dos años de vacaciones, Claudio Bombarnac o El faro del fin del mundo.
A menudo el calor era tan intenso que simplemente dormitábamos o recorríamos con la vista los alrededores aparentemente silenciosos donde se afanaba una vida minúscula de insectos que iban y venían subiendo y bajando por la maleza, abriendo autopistas en ambos sentidos a lo largo del tronco de un árbol, un río intenso e interminable de pequeños puntos negros uno detrás de otro en perfecta formación.
Y mirando el intenso azul del cielo, el movimiento de las hojas, el sonido monótono de las chicharras percibíamos en silencio la inmensidad de estar vivos, presentíamos el paso del tiempo que no estaba en aquellos campos, en aquellas nubes de verano que flotaban indolentes a merced de las suaves corrientes de aire si no dentro de nosotros, un compañero invisible que nos hacía crecer un poco cada día, que cambiaba nuestras manos, nuestras caras y nos hacía pensar en donde y en qué estaríamos ocupados el año siguiente, si tendríamos los mismos amigos, si seguiríamos juntándonos bajo aquél techo improvisado. Y esos pensamientos hacían mucho más importantes aquellas tardes que parecían no tener fin y que sin embargo sabíamos que se irían para siempre aunque quedaría dentro de nosotros un pequeño rescoldo de la luz de aquellos días.
Fue aquel un tiempo de descubrir y experimentar muchas cosas, mi tío Tomás me regaló una radio de Galena, hermosa radio de Galena que fue mi más preciado tesoro en aquellos años. A menudo la llevaba a nuestra caseta, no necesitaba enchufarse, ni usaba pilas, la radio de galena recibía toda la energía necesaria de las propias ondas de radio.
El diodo detector estaba constituido por un cristal semiconductor, una piedra de galena, sobre la que hacía contacto un fino hilo metálico, pinchando en diferentes puntos de la piedra podían oírse las emisoras de radio a través de unos auriculares. La radio tuvo un gran éxito entre mis amigos y nos turnábamos para escuchar noticias jugando a ser guerrilleros del Maquis.
Aquellos días aprendimos a hacer nudos, a construir pequeñas balsas para navegar a lo largo del canalillo, el Canal de Ysabel II, donde nos dimos más de un chapuzón. Fabricamos arcos y flechas ayudados con la navaja. Casi todos teníamos navaja, era nuestra herramienta más útil y favorita. También íbamos provistos de tirachinas, unos fabricados con mango de hierro y otros de madera y canutos de caña para disparar majuelas.
Una temporada nos dio por hacer cometas y acudíamos al " campo de las cometas " donde muchos jubilados competían en fabricarlas grandes y magníficas poniendo toda su imaginación en sus dibujos y colores. Allí, entre aquella buena gente que había vuelto de nuevo a su infancia, era donde perfeccionamos las técnicas de montaje y aprendíamos a volarlas.
La carencia de dinero no fue un obstáculo para divertirnos, fabricamos carros con rodamientos de bolas viejos, cañas de pescar, tiendas de campaña, coleccionamos piedras, cromos, sellos, hojas de árbol, insectos, y fundamos periódicos que escribíamos a mano pegando fotos recortadas de revistas y que alquilábamos en el barrio.
Tuvimos una agencia de detectives que copiamos de una película llamada Emilio y los detectives, y tras elegir a alguien al azar le seguíamos por todo Madrid apuntando minuciosamente sus movimientos.
La aventura está escrita en nuestro ADN , el problema es que a muchos les cuesta entrar en contacto con esa parte de su ADN. Muchas de las aventuras, proyectos, exploraciones y construcciones a las que me refiero más arriba son parte del pasado hace ya mucho tiempo. El instinto de aventura se ha ido apagando a través de los años con la llegada de los videojuegos, Playstations, la televisión y todos esos juegos electrónicos que cortocircuitan la imaginación.
Hoy la idea de aventura es ir a esquiar con ropa de marca y el equipo más caro, bucear en el Caribe con un monitor pegado a las aletas de goma o hacer esquí acuático en un lugar exclusivo y a poder ser a diez o doce horas de avión de tu portal.
Para los más atrevidos está el tirarse de cabeza desde un puente, despeñarse entre las rocas de una catarata en un frágil kayak o hacer cola para subir al Himalaya provisto de botellas de oxígeno pero eso sí en todos los casos siempre cubiertos por un seguro a todo riesgo y garantías de que su aventura real se convierta en realidad virtual cosa que no siempre sucede y el aventurero termina a veces con lo que queda de su esqueleto en el otro barrio.
Antes de que los ordenadores y la televisión comenzasen a aburrirnos y a teñir de gris nuestro entusiasmo podíamos escoger cualquier sendero cerca de casa para realizar nuestras aventuras, sólo con salir al aire fresco del campo y sin necesidad de ir a lugares remotos para encontrarlas.
A menudo ahora, cuando paseo por el campo, me cruzo con grupos de gente que caminan a buen paso charlando animadamente muchos de ellos llevando en una mano un bordón, palo o garrota como se hacía antaño. También veo jóvenes y niños.
Y cada vez son más los que dedican sus vacaciones a recorrer montes y caminos, a buscar en las noches estrelladas solos o junto a uno o varios amigos las razones del porqué de su existencia, a comprender el mundo real que vive y se multiplica a su alrededor. Es un buen síntoma.
Nuestro ADN aventurero lleva algún tiempo adormecido por falta de uso pero pasado el primer sarampión tecnológico estoy seguro, o al menos eso quiero creer, que las nuevas generaciones volverán a salir al campo a construir una caseta o un refugio en un árbol, a pasar horas oyendo croar a las ranas y en definitiva a divertirse aprendiendo a jugar sin pilas.
25.02.08
San Francisco
J. L. Medina
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