Cocinero, cocinero enciende bien la candela y prepara con esmero un arroz con habichuelas, cocinero, cocinero aprovecha la ocasión que el futuro es muy oscuro, que el futuro es muy oscuro trabajando en el carbón.*
Desde el borde de la acera mi amigo Pepe y yo poníamos en marcha nuestras poderosas motos que dejábamos calentar durante unos momentos. Motos imaginarias en la realidad de cualquier día de cualquier estación entre los años cincuenta y seis y cincuenta y ocho. Pero ahora que lo pienso debía de ser invierno porque entre estas palabras percibo el recuerdo de las narices frías y el vaho caliente saliendo de nuestras bocas.
Acelerábamos y salíamos con estrépito calle abajo tomando la curva cerrada hacia la calle de Los Vascos, un poco más adelante girábamos hacia la entrada del bar más concurrido de la zona donde dejábamos nuestras motos aparcadas.
- También podíamos haber venido andando, total, está muy cerca...decía Pepe quitándose los guantes.
- Sí, pero es más divertido venir en moto, afirmaba por mi parte.
Nos abríamos camino entre un bosque de anchas perneras que llenaba el local, hombres charlando y discutiendo en corros, atmósfera cargada del humo de los Ideales y las brevas apestosas, conversaciones al borde del alarido porque en aquella barahúnda no había quien se entendiera. Llegados a la barra pedíamos un par de vasos de agua al camarero que nos los ponía delante mirándonos fijamente. Sosteníamos la mirada y tras unos instantes que nos parecían eternos se volvía y metiendo la mano en la bolsa de las patatas fritas llenaba un plato que nos dejaba delante de los ojos.
¡Niño, que estamos secos! ¡ponnos unos chatos! - gritaba alguien en nuestros cogotes.
Uno de los camareros depositaba ocho o diez vasos bajos y anchos sobre el mostrador, llenaba una frasca del vino de La Mancha que llenaba las seis o siete grandes tinajas rojas en las que estaban escritos con tiza el precio y la procedencia del vino y alzándola con una mano la paseaba sobre los vasos que iban llenándose por igual dejando un cerco de burbujitas en el borde.
Uno de los camareros depositaba ocho o diez vasos bajos y anchos sobre el mostrador, llenaba una frasca del vino de La Mancha que llenaba las seis o siete grandes tinajas rojas en las que estaban escritos con tiza el precio y la procedencia del vino y alzándola con una mano la paseaba sobre los vasos que iban llenándose por igual dejando un cerco de burbujitas en el borde.
En una esquina del mostrador había una plancha y una pequeña cocina con algunos pucheros, un chaval joven pelaba ajos que picaba con gran destreza así como montañas de perejil, lo juntaba todo con abundante aceite y lo dejaba reposar a un lado. La mezcla era fundamental en cualquier tapa, champiñones a la plancha, filetes, pescado, sepias, etc.
Por la barra circulaban los aperitivos que eran atención de la casa, mejillones y berberechos, anchoas, boquerones en vinagre, taquitos de tortilla, patatas fritas, ensaladilla rusa, restos de cocido en forma de platitos de garbanzos, chorizo o morcilla, algún trozo de carne con tomate...¡Niño, que pasa con esa ronda!...
Era muy popular tomar vermú de barril bebida más del mediodía y por supuesto cañas de cerveza a cualquier hora especialmente con un buen bocadillo de calamares fritos. También el orujo, anís y el coñac típicos de las tempranas horas de la mañana antes de ir al trabajo para "matar el gusanillo" y después de comer supongo que como bajativo a la pesada digestión.
Sobre las nueve y media o diez de la noche empezaba a clarearse el bar, algunos permanecían un rato más en la acera fumando un caldo de gallina en corrillos, un último liado terminando de rematar alguna teoría balompédica o si hablaban bajito y cerca del oído nueve de cada diez veces se trataba de algún asunto de faldas.
Era también el momento para que nosotros pusiéramos pies en polvorosa si no queríamos cenar calientes. A Pepe no le arrancaba la moto, estuvimos mirando aquí y allí, por fin, con un contundente tirón a la palanca salimos pitando hacia nuestro portal al tiempo que podía oír a mi madre llamándome desde el balcón ¡A cenar!.
Cocinando me doy una maña que no hay en España quien guise mejor, y con gracia preparo al momento un buen condimento que está superior. Sin pensarlo de repente yo me guiso un arroz con fideos que el señor más exigente, que el señor más exigente tiene que chuparse los dedos.
¡Vaya horas! decía mi madre desde la cocina ¡Todo el día en la calle, no sé que tiene la calle que os gusta tanto!...en la diminuta cocina de casa mi madre preparaba la cena con ayuda de mi padre que entretenía el rato contando alguna historia del trabajo. No era dado a los bares a los que sólo iba ocasionalmente cuando se encontraba con un amigo o cuando volvíamos del Mercado de Maravillas y nos invitaba a un bar muy grande que se especializaba en raciones de mejillones frescos, jugosos y en sazón de colores anaranjados o crema que hacían las delicias de la concurrencia.
Las cáscaras se tiraban directamente al suelo ¡Al fondo hay sitio! gritaban los camareros mientras crujían nuestros pies sobre la montaña de restos y buscábamos un hueco en la barra. En la cocina se afanaban con los peroles humeantes donde se cocían al vapor, dos mujeres los limpiaban sin parar junto a una barricada de sacos de mejillones. Algunos los pedían con salsa picante, otros con un picadillo de cebolla y pimiento pero a nosotros nos gustaban naturales con un chorro de limón por encima.
Mi hermana estaba también en la cocina y lavaba unos platos en la pila, me metí al calor del fogón y a los pocos minutos apareció mi hermano que se abrió un hueco empujándome casi encima de la sopa que preparaba mi madre.
- ¡Hala, hala, que aún cabe alguno más ¿por qué no llamáis a los vecinos? - decía mi madre entre risas. Mientras mi padre pasaba trozos de pescado por harina y huevo y los depositaba en una sartén con abundante aceite, mi madre había puesto en el otro fuego una cazuela con un chorro de aceite y unos ajos pelados, los salteó hasta que estuvieron dorados y añadió un puñado de pimentón, rebanadas de pan duro y le dio a todo unas vueltas añadiendo a continuación un caldo de verduras. Retiró la cazuela a un lado para que cociese despacio y cuando comenzó a hervir cascó encima un huevo para cada uno.
Coincidió el terminar la fritura de pescado que mi padre colocó en una fuente con trozos de limón alrededor con el momento en que cuajaban los huevos de las sopas de ajo. ¡Todos a la mesa! anunció mi madre. Y nos sentamos alrededor del porrón mientras mi hermana servía la sopa humeante en cada plato.
Cocinero, cocinero enciende bien la candela y prepara con esmero un arroz con habichuelas, cocinero, cocinero aprovecha la ocasión que el futuro es muy oscuro, que el futuro es muy oscuro trabajando en el carbón.
Después de cenar oíamos la radio sentados alrededor de la mesa mientras mi padre fumaba y seguía dándole algún tiento al porrón. Escuchábamos algún concurso, variedades o si era sábado el programa " Cabalgata fin de semana ". Entretanto nos dedicábamos a limpiar lentejas, pelar guisantes o quitar los rabitos a las judías verdes cortándolas en trozos.
En casa de mis amigos se comía cocido casi todos los días, en la mía una vez a la semana, no disponíamos de más dinero que otras familias pero mis padres sabían cocinar y eran del norte en donde estaban acostumbrados a más variedad en las comidas. Porrusalda con bacalao, marmitako, hígado encebollado, pisto manchego, potaje de garbanzos, lentejas guisadas con su toque de clavo, judías con chorizo, bacalao a la vizcaína o a la riojana, menestra de verduras, merluza en salsa verde, cocido montañés, la lista era interminable.
Todo se preparaba lentamente en la cocina de carbón y los efluvios de los guisos circulaban por la escalera de vecinos desde primera hora de la mañana. A mediodía la comida era más contundente, guisos de carne, garbanzos con arroz, cocido completo en sus tres vuelcos, paella. Por la noche una sopa de pescado, arroz con chirlas o sopa de verduras y de segundo algún pescado, boquerones fritos, sardinas, pescadillas de las que se muerden la cola.
En casa de una prima de mi madre tenían que comer tortilla de patatas cada cena y si alguna vez por lo que fuese mi tía no podía hacerla mis primos decían ¡jolines no hay tortilla! y se iban llorando enfurruñados a la cama sin cenar. En casa cenábamos algunas veces tortilla de patatas pero preferíamos un par de huevos fritos con puntilla y patatas fritas.
Un buen día apareció la olla a presión, mi madre fue una de las primeras en tenerla, se llamaba " Majestic " y eso terminó con la cocción lenta y la paz de las cocinas, el siseo de la olla se multiplicó por todos los hogares y no cabe duda que alivió las tareas de las amas de casa considerablemente, aunque de vez en cuando a alguien se le olvidaba la olla a presión sobre el fuego o la manipulaba de tal manera que a veces los garbanzos terminaban pegados al techo de la cocina.
No era este el único accidente de las cocinas, a menudo mi madre se dejaba al fuego una sartén con aceite y se iba a contestar el teléfono, pronto se le iba el santo al cielo, como ella decía, y sólo al ver el resplandor de las llamas en la pared tiraba el teléfono y entre gritos corría a la cocina a resolver el entuerto.
No era cosa de broma, pero como nunca sorprendentemente pasó nada grave, lo recuerdo con cierto humor y nostalgia. Bien pensado, teniendo en cuenta que el edificio donde vivíamos tenía seis pisos con tres vecinos en cada planta usando cocinas de carbón y braseros de picón que estaban encendidos de la mañana a la noche es casi, no, es un milagro que no recuerde ningún incendio en todos aquellos años. Y es que entonces éramos más creyentes y debíamos estar protegidos por algún santo de las ollas y los fogones.
Si guisando se apaga el hornillo me canto un tanguillo llevando atención y por arte de birlibirloque sin un palitroque se enciende el fogón y a ahorrativo no me ganan porque guiso la mar de barato y me paso la semana, y me paso la semana con agua y bicarbonato.
De vez en cuando mi madre compraba arenques secos de aperitivo, los vendían en cajas de madera colocados en circulo, eran de sabor muy fuerte y con un par bastaba para acompañar el vaso de vino de varias personas. Mi padre los colocaba en el quicio de una puerta que cerraba para quebrar la columna vertebral, luego se descamaban, separaban los filetes y se alineaban en un plato regándoles con aceite de oliva.
Para mí no había nada como los boquerones en vinagre, entonces eran muy abundante y baratos, los limpiábamos quitándoles las cabezas, tripas y espinas colocando los lomos en capas en una fuente, se cubrían con una salmuera de sal gorda y agua y se dejaban reposar tres o cuatro horas.
Luego los limpiábamos bien con el chorro del grifo y los volvíamos a poner en una fuente cubiertos de vinagre durante otras tres o cuatro horas, los escurríamos bien y los cubríamos con aceite de oliva y mucho ajo y perejil muy picadito.
De vez en cuando íbamos a cenar a un merendero que consistía en una explanada de tierra que regaban con una manguera para que no se levantase polvo, una tejavana con algunos farolillos de colores y un kiosco de refrescos. Las familias acudían en masa llevando sus propias cenas bajo la condición de comprar las bebidas para poder usar las mesas.
Mi madre preparaba en esas ocasiones platos fríos que solían ser los mismos de los demás grupos. Filetes empanados, pimientos verdes fritos, tortilla de patatas, croquetas de bacalao, queso y embutidos. El bacalao seco era por entonces muy popular, barato y muy usado por la cantidad de platos que podían hacerse con él, con el paso de los años y el mayor nivel de vida fue cayendo en el olvido y aunque hoy es menos popular sigue siendo muy apreciado por los amantes de la buena cocina.
Aquellos merenderos fueron desapareciendo poco a poco y quedaron algunos en las afueras de Madrid, en la Casa de Campo y sobre todo en el pueblo de Fuencarral y El Pardo donde preparaban conejo con tomate y al ajillo, con tomillo y romero, conejos de campo con un sabor especial.
Para muchos la comida es uno de los más gratos recuerdos de la infancia, en mi generación aunque ya no se pasaba hambre quedaban en la memoria los tiempos de escasez y bendecíamos y apreciábamos cualquier cosa que nos llevábamos a la boca.
Los alimentos aún estaban ligados a las estaciones del año, sabíamos que era primavera entre otras cosas porque llegaban las primeras fresas, y el calor fuerte del verano hacía florecer los puestos de melones y sandías, en la Navidad siempre había coliflor o lombarda en la mesa y también batatas y boniatos y calentábamos las manos con los cucuruchos de castañas que comprábamos en cualquier esquina.
En la cuaresma se tomaban platos de legumbres, verduras y pescado, y cuando estaba malo en la cama mi madre solía traerme un papillón de gofio canario que era realmente delicioso y contundente.
Mi madre me enseñó a preparar chocolate a la taza que algunas veces cenábamos con picatostes, buñuelos y un vaso de leche. Flanes caseros, rosquillas deliciosas que veía crecer y dorarse en la sartén, arroz con leche con corteza de limón y canela. Todo se hacía en casa.
Viviendo en la ciudad y en un piso pequeño no había mucho sitio para hacer y guardar conservas, de todos modos llenábamos botellas con tomate en un laborioso proceso que nos ocupaba un par de días, también preparábamos botes de pimientos y de atún que se iban usando a lo largo de los meses.
Aprendí a guisar los platos pobres de la época variados y sanos que aún siguen siendo mis preferidos. Hoy muchos de ellos están casi olvidados, la vida es mucho más rápida y no hay tiempo para cocinarlos, también se dispone de muchas comidas preparadas impensables en aquellos días.
En los restaurantes es ya muy difícil encontrar aquella cocina, no les son rentables, prefieren ofrecer productos más caros y que ocupen poco tiempo. Pero aún existe el plato del día en bares y restaurantes baratos donde por un precio módico se vuelve al plato de alubias o la carne con alcachofas. Todo es cuestión de buscar y a veces se lleva uno sorpresas muy gratas.
También es verdad que muchos seguimos cocinando esos platos familiares y que aunque la gente se siente atraída por las nuevas tendencias de las cocinas de fusión y otras modernidades con chorrito de colores alrededor de una minúscula porción de algo indefinible en el centro del plato a la hora de la verdad lo que más les consuela es un plato de los llamados de " toda la vida ". Pero no me hago muchas ilusiones, las nuevas generaciones desafortunadamente están bastante limitadas por las cadenas de hamburgueserías y la comida basura que lo impregna todo.
Cocinero, cocinero enciende bien la candela y prepara con esmero un arroz con habichuelas, cocinero, cocinero aprovecha la ocasión que el futuro es muy oscuro, que el futuro es muy oscuro trabajando en el carbón.
* Letra de la canción interpretada por Antonio Molina.
28.05.08
San Francisco
J. L. Medina
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