En los tiempos de un ayer no tan lejano, cuando superada a medias la treintena nos afanábamos en el día a día largo de la esperanza en la construcción de un oficio, una tarea, en el legado de los hijos a los que había que cuidar con cariño, pacientemente, rescatando el tiempo hipotecado en las empresas, en el esfuerzo para preservar el amor que luce como la llamarada de un fuego artificial que debes de fijar en la retina porque se desvanece casi al tiempo que se enciende, en esos días, meses y años en que no se descansa y se reflexiona poco porque la vida te ha engullido y vas dejando para el futuro la evaluación de ti mismo y parte el tren cada mañana en el que viajas somnoliento pero aún esperanzado porque te sientes fuerte, en esos días, aún no éramos transparentes.
Era el estado de la juventud visible, radiante, los paseos íntimos con el amigo por los bulevares antiguos que conducían al viejo café de la especulación literaria, donde jugábamos a arreglar el mundo, coserlo y descoserlo desconociendo aún que la urdimbre llevaba siglos pudriéndose o quizás conociendo el estado de la trama pero siendo todavía lo suficientemente optimistas para pensar que las cosas se podían arreglar, que en último término la lucha por la decencia del ser humano aún daría sus frutos.
En esos tiempos éramos visibles, fuertes de cuerpo y espíritu, reflejábamos la luz con gran intensidad sin necesidad de aliños físicos ni cartas de presentación sobre nuestros logros en la comprensión del engranaje social alrededor del cual giran todas las vanidades.
Creíamos en el hombre desnudo, sin aditamentos de uniformes y consignas, queríamos cambiar la realidad que no nos gustaba, como a ningún joven le gusta la realidad que le toca vivir, y lo intentamos con empeño y entusiasmo, con la mirada puesta en un cambio que, naturalmente, nunca llegó, o llegó sólo a medias o lo poco que llegó se fue diluyendo con el paso de los años. Como ocurre siempre. Pero eso sí, durante todo ese tiempo que sólo fue un instante, se nos pudo ver, de cuerpo entero, tal como éramos.
De la transparencia del ser humano se habla poco, es una de las condiciones perversas, temidas por todos pero relegada a otro plano, como si haciéndolo nos libráramos de su acoso, de su influencia malsana que como un hálito mefítico nos persigue silenciosa durante muchos años hasta que consigue envolvernos y hacernos invisibles a los otros. La transparencia llega con la edad y se manifiesta más a medida que vamos envejeciendo.
Y muchos conscientes de ello y aterrados ante esa amenaza entran en la refriega luchando con las armas de la vanidad y la codicia. Los polvos de arroz del medioevo, los pelucones y máscaras transformados hoy en estiramientos faciales y liposucciones que atraen los ojos de los demás hacia esa nueva cara de Frankenstein guapo que a pesar de los años pasados y vividos ha dejado atrás los surcos de la vida bajo los ojos, los ha ocultado o estirado para seguir siendo visible un poquito más, para que los demás admiren su capacidad para seguir siendo joven.
Otros se esfuerzan por ponerse el mayor número de medallas posibles en la pechera, con muchos colorines y gualdrapas de brocado que brillen y digan a voz en grito que aquí estoy yo, general en jefe de esto y lo otro, ministro plenipotenciario de lo de más allá. Y llenan las paredes de diplomas, premios, copas y fotos que les ayuden en la lucha sin cuartel en la que están metidos.
Porque la vejez, el envejecer no sólo atrae el reuma, la lentitud de los pasos, los achaques y alifafes, el desencanto por lo divino y humano si no que atrae sobre todo la transparencia que conduce inexorablemente a la soledad.
Cuando te vuelves transparente nadie se fija en ti porque has dejado de ser atractivo, joven, dinámico, la gente pasa a tu alrededor mirando hacia adelante sin reparar en que caminas junto a ellos. En los semáforos te bloquean y tienes que gruñir un poco o lanzar un exabrupto para que reparen en ti y te dejen cruzar la calle en paz.
Ya no te miran las jóvenes, aquellas jóvenes que te lanzaban dardos azules o azabaches de reojo, hondas telepáticas sutiles que te producían un agradable temblor interior, la posibilidad de la aventura, el vigorizante mordisco del amor.
Por no dejarte ya no te dejan ni el asiento reservado en el autobús para los viejos como se hacía antes, en otros tiempos en que éramos un poquito diferentes o si no lo éramos intentábamos guardar las formas un poco mejor.
No es culpa suya, es que no te ven, ya no te ven porque te has vuelto transparente. Y cuando vas a resolver algún problema a la Seguridad Social a Hacienda o donde quiera que vayas además de transparente piensan que eres sordo y un poco lelo, porque todos te hablan en voz alta y te repiten las cosas como si no las hubieras entendido a la primera.
Hablaba más arriba de la vanidad como arma para eludir la transparencia pero también mencionaba la codicia, con ella el hombre acumula cosas alrededor que constituyen otra forma de protección, objetos valiosos, ricas alfombras, pisos enormes, chalets, joyas, acciones y dinero, influencias, automóviles ostentosos en los que se sienta al volante y sigue atrayendo las miradas avariciosas de muchos.
Sobre todo trata de acumular poder, ese es el mejor antídoto contra la transparencia, el poder lo mueve todo en el mundo y aunque termina por volverse patético la gente lo respeta y venera bien sea por temor o por la humana tendencia a buscar un conductor del rebaño local o universal.
La transparencia sin embargo es aleatoria, comienza desde luego a manifestarse muy pronto en la vida y torna a las personas sensibles, indefensas y débiles y puede que por eso les guste a la mayoría identificarse en grupo, llenar los estadios enarbolando la misma bufanda con los colores comunes, gritando el mismo código cavernícola que les hermana con el congénere que tienen al lado en el que reflejan y confirman la propia identidad.
Hay quien es transparente casi al nacer, aunque eso es bastante difícil, y los hay que nunca llegan a serlo. Esos no son muchos pero los hay, son seres que no importa la edad que tengan, su situación económica en la vida, su carácter, su mayor o menor popularidad, atraen la mirada y el interés de los otros sin que hagan ningún esfuerzo para ello. Puede que a eso se le llame carisma, puede que sea una virtud que todos llevamos dentro pero no sabemos como desarrollar, el caso es que esas personas están tocadas de algo que les evita volverse transparentes y permanecen así hasta sus últimos días.
Estos son naturalmente unos privilegiados, los que no lo son tendrán que conformarse con su situación que mirada desde otro punto de vista tampoco es tan mala. Siempre se puede encontrar consuelo con un poco de imaginación.
Para otros, si el azar y el amor les ha llevado juntos hasta el final del largo camino de la vida, tendrán el consuelo de seguir viéndose el uno al otro no sólo en el presente si no en cualquier etapa del pasado compartida aunque para los demás que caminan con prisa a su alrededor sean definitivamente transparentes.
25.04.08
San Francisco
No hay comentarios:
Publicar un comentario