Querido nieto,
Son las seis y cuarto de la mañana. Me levanto normalmente a las cinco cuando aún es de noche, salgo al pequeño jardín de mi cabaña y me siento a contemplar las estrellas en el cielo helado y negro. Me gustan mucho las mañanas. Preparo café muy cargado. Vuelvo a salir afuera. Ahora ya no es noche profunda, una leve luz se levanta en el horizonte y los primeros pájaros comienzan a piar entre los árboles.
Hace más de quince años que sigo este pequeño rito matinal, desde que decidí que ya había tenido suficiente de la brega, casi siempre absurda, por hacer dinero, incrementar el ardor de estómago, de las trampas de los colegas y amigos y la lucha constante con las exigencias del sexo. Como digo, son ahora las seis y cuarto de la mañana, mejor dicho, casi y veinticinco y es el momento que todos los días espero con mayor anhelo.
Mientras se caliente la sartén saco de la nevera cuatro o cinco lonchas de bacón, un par de huevos y corto algunas rebanadas de pan que tuesto sobre la placa de la cocina de carbón. Deposito el bacón en la sartén y espero hasta que me llega el estimulante olor, anticipación de la primera comida del día. Cuando las lonchas comienzan a dorarse las coloco con una paleta de madera en forma de marco, abro los huevos con los dedos pulgar y anular dando un leve golpe sobre el borde de la sartén, los deposito como obra maestra en el centro del fondo negro de la sartén en donde crepitan con alegría sobre la grasa derretida del bacón hasta que se cuaja la clara y sus bordes se convierten en un crujiente encaje de tonos blancos y miel. Me sirvo otra taza de café negro y elijo un plato grande con dibujos de ramas de olivo y aceitunas verdinegras para colocar los huevos con bacón y el pan caliente.
Así, querido nieto, mientras tomo este suculento desayuno, te doy la enhorabuena en tu primer año en la Universidad y como veo que vas a estudiar informática al igual que tu padre y que yo, te contaré algunas cosas de mis pasados años de trabajo con la esperanza de que te pueda entretener. ¡Hum! me gustaría que estuvieses aquí compartiendo conmigo este desayuno.
Quién no ha recibido unas clases de historia de la informática. Estoy seguro que en tus libros de texto no faltaría la foto del gran jefe, con sus gafitas y su cara de buena persona, mezcla del poder informático y los negocios. Sí, lo recuerdo con nostalgia, los discos duros, la memoria RAM, que nunca era suficiente, aquellos primeros juegos de ventanas, el software que a menudo erizaba las uñas de dos-windows, el gran monstruo antediluviano con piel de cordero, que se defendía escupiendo sus mensajes de errores, crípticos, incomprensibles para la mayoría de los pobres usuarios. Las horas pasadas tratando de congraciarse con la bestia que raramente cambiaba de humor y dejaba entrever alguno de sus secretos. Y cuando lo hacía los guardábamos celosamente, los rumiábamos y luego los compartíamos con algún amigo íntimo, con otro iniciado, con otra víctima y, bueno, hoy nos sonreímos, aquello era la prehistoria. Y el INTERNET, la NET para los conocedores ¡cuantas horas frente a la pantalla!. Veías llegar los archivos, lentamente, muy lentamente cuando había imágenes. Llegaban cascadas de impulsos eléctricos que iban formando el rompecabezas de una foto, de un dibujo, y los textos desintegrados en un océano de pixels se recomponían ante tus ojos, desde la distancia emergían con toda nitidez dejándonos leer su mensaje.
Y, claro, como con cualquier otro avance del hombre, también aquí llegó la manipulación y el papanatismo. Recuerdo las primeras bodas a través del MODEM. Los mensajes religiosos y los manejos arteros de los políticos. Pero no quiero parecer negativo, había muchas cosas buenas que condujeron a otras mejores. Y lo que es definitivamente cierto es que nos subyugaron, nos atraparon a casi todos, nos envolvieron en su magia incorpórea, nos transformaron y cambiaron nuestra forma de vivir y relacionarnos. Pero no quiero aburrirte con este monólogo, voy a ponerme otra taza de café y te contaré como me influyó a mí.
Tenía veintiséis años cuando mi vida dio un vuelco espectacular. Pero antes te diré que me gradué como ingeniero informático. Lo hice más bien porque era una carrera con la que podría encontrar trabajo en una época deprimida por el voraz capitalismo. Nunca antes había sentido una gran atracción por los ordenadores, aunque aprendí a usar el teclado con la ayuda de MAVIS. Por las tardes, mientras hacia los deberes del colegio, mi madre escribía en la pantalla a gran velocidad. Era una experta con el procesador de textos. Pero no por ello dejaba ocasionalmente de tocar alguna tecla equivocada y se enfadaba y pedía ayuda a gritos a mi padre que sabía tener la paciencia suficiente para estropear los archivos lo menos posible y al que siempre pillaba preparando algún guiso en la cocina. Porque aunque mi madre cocinaba muy bien, normalmente dejaba a mi padre el diálogo con las cacerolas.
Y aquí he tocado la columna vertebral de lo que fue el momento culminante en mi profesión. Te explicaré. Había visto a mi padre engordar sus archivos informáticos con recetas que recogía aquí y allí, con muchas que se inventaba y también con grandes archivos que recuperaba e intercambiaba en línea por todo el mundo. Llegó a atesorar sabores traídos de todos los puntos del globo y de vez en cuando alguna de esas alquimias electrónicas se convertían en fuentes humeantes que compartía los fines de semana con sus amigos. Que duda cabe que en aquellos tiempos algunos usuarios de ordenadores engordaron con algo más que las horas sedentarias pasadas frente a la pantalla.
A menudo me acordaba de éstas imágenes de mi niñez cuando tomaba un descanso en mi trabajo dejando vagar la vista entre los últimos árboles que aún quedaban en el enorme, hermoso, magnífico Valle de Santa Clara.
Fue entonces cuando comenzó mi gloria personal, llegó el dinero, la ambición y también el principio de una profunda decepción. Todo en nuestras jóvenes vidas gravitaba en torno a la profesión, habíamos formado entre varios compañeros un grupo de trabajo para desarrollar nuevas ideas. Nos reuníamos regularmente para esbozar y tratar de hacer realidad nuestros sueños. A menudo nos lo tomábamos demasiado en serio y para romper la crispación les decía que teníamos que pensar en algo amable, amable y relajante, como por ejemplo la cocina. Esto distendía el ánimo, divagábamos sobre cosas divertidas como la imagen virtual de un Moisés señalando las diez mejores recetas en las tablas de la ley. O con un gigantesco perol de judías con carne que se vertía en el MODEM, en donde se estancaban para pasar una a una, lentamente, a la línea telefónica.
Había que luchar con mucho ardor para renovar el mercado que exigía cambios constantes para mantener firme la producción. Los gigantes se habían desintegrado como resultado de sus luchas internas, de su exacerbada expansión que les había convertido en estados dentro del estado. Ahora, contra todo pronóstico, la informática había vuelto al garaje, un garaje mucho mas sofisticado, claro está, pero formado por un reducido número de personas conectadas con otros garajes parecidos alrededor del mundo.
En ocasiones las cosas mas extraordinarias se desarrollan en un mínimo espacio de tiempo y, aunque no sea verdad, parecería que se generasen espontáneamente.
Había vuelto una tarde de julio de tomar un bocadillo y me senté frente al ordenador para continuar un proyecto, cerré los ojos un instante para relajarlos, cuando los abrí me fijé en un diminuto paquete apoyado sobre el teclado. Venía a mi nombre y le di la vuelta para ver quién me lo enviaba: Macuro Tonga. Un amigo y colega en el garaje japonés. Lo abrí y dentro había, envuelto en un fino papel de aluminio bronce, una lámina de sílice de unos dos centímetros de lado y medio centímetro de espesor. Desdoblé la nota que lo acompañaba: - "Querido amigo, feliz cumpleaños, te envío nuestra última creación: "el Televisor Térmico". Sólo tienes que sostenerlo entre tus dedos. Un fuerte abrazo. Tonga".
Sujeté la lámina entre el pulgar y el índice y en unos segundos se convirtió en el canal dos, en donde unas señoras demasiado gordas para la pantalla participaban en un talkshow. Era extraordinario, una obra de arte de la miniaturización. Lo dejé con cuidado sobre la mesa y al enfriarse fue desapareciendo la imagen hasta volver a su estado de inofensiva plaquita de sílice. Era brillante, si, sonreí y llamé por el ordenador a Macuro. Comencé a hablarle cuando su cara aún no se había formado del todo en la pantalla.
- ¡Hola Macuro, gracias por tu sensacional regalo!.
La cara de Macuro me sonreía.
- No es nada, es un regalo muy pequeño- dijo -
-¿crees que se podría fabricar un televisor térmico en un soporte que se pudiera comer?.
Macuro se sorprendió.
- No lo había pensado, pero eso no es problema, aunque lo quieras con sabores- se reía abiertamente-.
- Quizás, Macuro, en serio, tú puedes hacerlo.
- !Desde luego!
- Te llamaré después. !Muchas gracias por tu regalo!
Mientras Macuro se diluía en el monitor, deposité en mi mano el regalo y me encaminé al lavabo, abrí el grifo del agua caliente y dejé que corriese, llené un vaso de papel y deposité lentamente la placa de televisión en su interior. Enseguida las imágenes del canal dos aparecieron flotando en una sucesión interminable de anuncios llenos de color. Coloqué los dedos a modo de rejilla sobre el borde del vaso y lo volqué sobre el lavabo recuperando en mi mano húmeda la pastilla brillante.
Al tiempo que la depositaba en el bolsillo y volvía a mi consola, desarrollé mentalmente la estrategia que haría posible mi primer sueño de cocina electrónica. Nos tomó varias semanas la discusión del proyecto, las pruebas, los aspectos legales, el mercado. Y casi el doble de tiempo en buscar un fabricante, salvar el elevado listón económico-ético interpuesto por los garantes de las leyes y otro sinfín de problemas menores que se fueron resolviendo poco a poco. Pero al fin, al año siguiente, vimos en la calle nuestro primer bote de sopa de imágenes.
El ama de casa abría el bote que podía ser de pasta, alubias, verduras o cualquier otro tipo de sopa, lo volcaba en una cazuela y lo calentaba a su gusto. Por cada ración se incluía una pastilla, para que de esta forma cada comensal pudiera ver su propia pantalla. Como el mercado nos sometía a una gran presión, muy pronto se incluyeron múltiples pastillas sintonizadas en diferentes canales, así se podría elegir con la cuchara los programas menos interesantes e irlos comiendo mientras se dejaban los mejores para el final. Había que ver cuando se traía la sopera a la mesa, que griterío y confusión subiendo del humeante liquido!.
Como le pasa a todo el mundo, querido nieto, lo peor después de comer es tener que lavar los platos, los huevos con bacón estaban deliciosos y aquí, en las montañas, se encuentran aún muchos productos básicos. Y no es que no los halla en las ciudades, es sólo, como bien sabes, que han caído en desuso y no se encuentran sin haber sido elaborados. Mientras lavo, me serviré una última taza de café y terminaré mi historia.
Aquello fue un primer paso, sí, fue como romper el hielo. De pronto me vi propietario de un apartamento de ochocientos mil dólares en la mas alta colina de San Francisco, con una espléndida vista azul cruzada por el Golden Gate. Pero no podía disfrutarla con tranquilidad, habíamos abierto una pequeña grieta en la caja de Pandora y para bien o para mal teníamos que seguir adelante. Así que nos pusimos a la tarea de crear programas de software que nos acercasen más a la realidad virtual de la comida. Comenzamos a preparar algunos menús básicos como hamburguesas y patatas fritas que aparecían en la pantalla jugosas y muy atrayentes, platos de pasta humeante y deliciosas tartas de chocolate y frambuesa. En principio la idea fue bien acogida ya que para muchas mujeres resultaba un placebo consolador frente a la destructiva cocina tradicional, perniciosa para caderas y demás partes de la anatomía. Y en el caso de los hombres sustituía con ventaja a los CD-roms de erotismo perturbador difíciles de justificar al ir a pagar en caja.
Con todo, resultaba limitado y hasta un poco triste la visión de un usuario extasiado en la contemplación de un suculento plato mientras roía tristemente un tallo de apio. Para corregir ésta imagen pusimos en marcha un software mas creativo. Con él se podía cocinar un plato, buscar los ingredientes, cantidades y condimentos en diferentes archivos que con un clic se materializaban en el monitor, elegir los utensilios de cocina y preparar todo a la temperatura y el tiempo virtual de tu elección. Cada paquete de software iba acompañado de un soporte de pastillas para cada plato que debías de poner en la lengua en el momento supremo de la degustación. Elegías la vajilla, cubiertos, el vino apropiado en una bodega extensa o viajabas a una micro cervecera y recuperabas un paquete de cervezas de color ambarino y suave espuma blanca.
Una vez cumplido este ritual, llegaba el momento de usar los cubiertos electrónicos, cortar en pedazos tu plato favorito que mostraba su jugoso y bien condimentado aspecto interior, y la pastilla que habías puesto sobre la lengua se deshacía lentamente llenándote de todas las fragancias y sabores sutiles que tu mismo habías creado.
Fue el principio del fin para Jenny Craig. La competencia comenzó a crear un sinfín de productos que abarcaban las cocinas más exóticas, desde las elaboradas sutilezas de la cocina francesa, las recetas sabrosas y picantes de Nueva Orleans, o las delicias marinas del sussi japonés, a las perversiones del sirope, las cremas y los dulces mas ricos en mantequilla. Era un antiguo sueño hecho realidad, nada de lo que devorabas virtualmente, que penetraba en tus sentidos en un océano de sensaciones aumentaba un gramo de peso real en tu organismo. Era una malvada y codiciada gran mentira que te hacía muy feliz.
Como en todo, hubo adictos que pasaron del cuerpo delgado y esbelto a los síndromes carenciales y por ende al hospital. Los más equilibraban la comida real con la virtual dependiendo de las subidas y bajadas de la báscula. Otros, alejados de la informática y su influencia, siguieron el lento y progresivo deterioro producido por la comida convencional.
Moralmente no teníamos, en principio, nada que reprocharnos, la sociedad vivía en un sistema social de relativa libre elección y por tanto podía sopesar sus alternativas. Eso, al menos, creí durante unos años. Pero no pasaron muchos sin que no me diese cuenta de que algo había cambiado profundamente en las costumbres y la forma de vivir.
Cada avance social, o mejor dicho, cada cambio social, nos lleva a una situación nueva que en el mejor de los casos no es ni mejor ni peor que la anterior pero que irremediablemente destruye el tejido en el que antes del cambio habíamos vivido. La trama se rompe imperceptiblemente al principio para al cabo de poco tiempo dejar grandes desgarrones, zonas roídas por una voraz carcoma cósmica que debilita la urdimbre por la que se cuelan varias generaciones que han pasado su mejor momento vital llevándolas al olvido. Pero la juventud toma el relevo y crea su propio entramado e inventa su propia vida con la fuerza, la energía y el optimismo de sus pocos años.
A pesar del éxito, el dinero y la admiración social, no me sentía feliz. Progresivamente comencé a alejarme de ese mundo artificial que ya invadía todos los aspectos de la sociedad. Quería volver atrás, a una realidad sin apellidos, a la única realidad de la que siempre habíamos formado parte. A menudo soñaba con mi infancia, mi madre comprando pescado que yo lavaba en la fregadera de nuestra cocina, cortaba las cabezas, separaba las espinas, y mis manos cubiertas de la sangre y las vísceras se hundían en el agua turbia una y otra vez. Luego, una vez limpio, pasaba el pescado por harina y huevo y disfrutaba viendo como se doraba en el aceite.
Como te digo, querido nieto, no era feliz. Decidí que había llegado el momento de pasar el negocio a tu padre. Él, naturalmente, tiene sus propias ideas y se que lucha por mantener su honestidad en un entorno tan competitivo. Pero el mundo en el que vive ya no es mi mundo, como tampoco lo es para ti el de tu padre. Tu infancia se ha desarrollado en un ambiente que a mi me resulta ingrato pero que para ti es lo natural, evolucionas en él sin sobresaltos. Así debe de ser. Todo ha cambiado tanto que esto que te cuento es historia antigua para ti.
No te canso mas, tu abuela me llama, ella prefiere leer en la cama al despertarse. Le llevaré mis buenos días con una taza de café. Luego saldré a ver las cebollas en el huerto, los pimientos, los ajos de gruesos y apretados dientes morados, y las judías verdes, que este año están creciendo muy bien.
Te felicito por tu entrada en la Universidad. Espero que aprendas mucha informática y que dediques siempre un rato a ese libro no escrito pero del que todos tenemos siempre tanto que aprender: el Libro del Sentido Común. Un abrazo muy fuerte. Tu abuelo.
New York - 1996.
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