lunes, 14 de septiembre de 2009

LOS SERES QUERIDOS.

Cuantas veces sin causa aparente, andando por la calle montando en el autobús, nos viene una imagen de algo que no tiene nada que ver con lo que nos ocupa. Son la mayor parte de las veces pequeños trozos del celuloide del pasado que perdidos en algún rincón de la memoria afloran y se proyectan sin principio ni fin en nuestro cerebro, sólo mostrando retazos de una película que vivimos en otro tiempo más o menos lejano de nuestra existencia.

Uno de éstos clichés me presenta con cierta frecuencia una escena vivida en el pueblo de Hita en Guadalajara. Por la ladera de una colina sube un cortejo fúnebre camino del cementerio, el féretro llevado por cuatro hombres va seguido de algunos familiares, niños, jóvenes y ancianos a corta distancia.

Aquél atardecer se repite en mi pensamiento recordándome los principios básicos que golpearon nuestra inteligencia e imaginación apenas fuimos capaces de discurrir por nosotros mismos.

Quienes somos, de donde venimos, adónde vamos. Conceptos de tal magnitud, de tanto peso que los tenemos almacenados al fondo del trastero de la vida cubiertos por las menudencias de lo cotidiano, triste y alegre que lo ocupa todo apilándose como las cajas vacías que no queremos tirar porque nos pueden servir para devolver lo que en un primer momento nos hizo ilusión y enseguida nos decepcionó.

Solamente cuando se nos va un ser querido, cuando lloramos desconsolados su pérdida volvemos a buscar el baúl de los principios olvidados, le echamos un vistazo, hundimos las manos en el heterogéneo revoltijo de infinitos y de nadas, de magmas y destellos y volvemos a cerrarlo sabedores de que no llegaremos a alcanzar su significado, de que nunca vamos a ser capaces de entenderlo.

Pero el hombre, que no comprende el misterio, sí sabe sacar partido de él. Durante miles de años algunos más rápidos de reflejos han sabido monopolizar el chiringuito politeísta o monoteísta recogiendo pingües plusvalías. Nuestro mundo occidental y oriental está salpicado de edificaciones soberbias que miran hacia el cielo, que establecen un vínculo inmobiliario con el futuro después de la muerte física.

Y aún en la tierra, cuando el perdido ser humano cree sentir que tiene una vida lisonjera por delante, es objeto y objetivo de éstos adelantados del comercio que establecen pólizas, prebendas, sinecuras, bulas, contratos y pasaportes para una vida en donde por arte de birlibirloque disfrutarán de otra existencia no se sabe muy bien si física, astral o mediopensionista.

Naturalmente ese futuro bienestar tiene su precio en especie y también en creer lo que dicen sin necesidad de que haya sido confirmado por la experiencia o la razón, o sea, en tener fe.

Estaba el común de los mortales conforme con éste devenir de las cosas, encontrando bastante consuelo en una existencia que no se podía explicar por si misma cuando apareció, con muy mala leche, el ciudadano Karl Marx para meter un dedo en el ojo a santones, gurúes, ayatolás, monjes y demás propietarios del negocio.

Con su materialismo dialéctico y concepto del ateísmo sembró el estupor en éste lacerado mundo durante al menos un siglo dejando en la inopia de las creencias tanto a las masas trabajadoras como a las de los vagos reincidentes.

Sus conceptos filosóficos no resultaron a la postre viables y dejaron un reguero de millones de muertos cosa que, todo hay que decirlo, también dejaron los vendedores de las ideas tradicionales del mundo futuro.

Así las cosas, las gentes cansadas y descreídas de finales del siglo veinte optaron por dedicarse a vivir la vida inmediata de la retribución y el premio a corto plazo, y el capitalismo se extendió geométricamente como una oscura y densa mancha de aceite que lo impregnaba todo. Sin apenas darse cuenta, el hombre se ha puesto a adorar frenéticamente al pagano Mamón.

Los centros espirituales se vacían, las antiguas catedrales languidecen, las nuevas catedrales del consumo medran y se abarrotan de consumidores de lo superfluo, banal, brillante por un día. Carentes de ideas, de vida interior, se dejan llevar por los artilugios materiales que crean universos llamados virtuales en donde todo es mentira y sólo reproducen toscamente el mundo real al que se le ha cogido miedo, del que se quiere huir porque es duro y desabrido, porque en él es muy difícil conseguir respuestas a las cosas esenciales.

Y mientras tanto nuestros seres queridos se van de nuestro lado y se va acercando un poco más nuestro turno hacia el eterno viaje, y lo que antes era una despedida larga, sentida, apreciando tanto lo bueno como lo malo de quien nos deja, acompañándole hasta su última morada, compartiendo con él los últimos momentos hacia esa eterna soledad insondable, llorándole incluso con signos exteriores durante un tiempo, se ha convertido hoy en una despedida rápida, fugaz, de tapadillo, como si el difunto fuera molesto, culpable de recordarnos lo efímero de nuestro paso por éste espejismo que es la vida.

Apenas el ser amado ha cogido el remo de la Barca de Caronte para conducirle hasta la otra orilla de la Laguna Estigia donde encontrará su última morada, que ya la reunión se disuelve y cada uno se enfrasca en sus cotidianos quehaceres poniendo una cortina de olvido a lo incomprensible.

Pero todo resulta ser cíclico, con la llegada del siguiente siglo una nueva caterva de vendedores de utopías vuelven a la palestra de las reivindicaciones del cielo, al timo de la estampita del más allá, con absoluto desprecio del más acá, prometiendo el tocomocho del paraíso golfo de las huríes a cambio de inmolarse con la dinamita que arrancará la vida al enemigo político irreconciliable. La vida no vale nada, la muerte lo es todo.

Mil muertos no son nada, mil tiros en la nuca, mil familias destrozadas qué son ante la utopía gloriosa de cuatro visionarios de la patria cavernícola y la aquiescencia de los políticos corruptos que les secundan.

Los dogmas materialistas y religiosos se cuecen en la misma olla podrida y el hombre perdido con tanto invento y una vida que le impulsa al vértigo, al movimiento continuo, a la falta de tiempo para reflexionar, se ha empeñado en salir de éste terruño redondo a buscar la respuesta.

Como ya no le vale indicar con la mano hacia arriba, hacia las nubes para tratar de identificar el paraíso, envía máquinas portentosas para escudriñar los planetas, para ver aunque sea de lejos las estrellas, el magma de las galaxias, la profundidad inalcanzable de los agujeros negros, el universo en expansión, la soledad y el frío infinito de lo incomprensible. Bello y aterrador a un tiempo.

Dónde entre esas inmensidades están las parcelas que se compran en la tierra, los trozos de cielo e infierno, el paraíso de las huríes, el purgatorio, el famoso limbo del que nos hablaban de pequeños, dónde los ángeles y arcángeles, los serafines y querubines, dónde los miles de millones de seres humanos que han habitado durante una pequeña partícula de tiempo, del tiempo infinito, éste diminuto planeta al que hemos llamado tierra, dónde los millones de hombres que se han matado los unos a los otros en horribles guerras para nada. Para nada.

De vez en cuando, en el metro, dando un paseo, me viene esa imagen de la familia acompañando a su ser querido en el pueblo de Hita, subiendo lentamente hacia el cementerio en una tarde de verano de mil novecientos setenta y cinco.

Muy a menudo me acuerdo de los míos, ya no están aquí físicamente pero permanecen conmigo en el recuerdo. Nada puede consolarme pero tampoco me desespero. La materia de la que estamos hechos es incomprensible para nosotros mismos. Pero no necesito intermediarios que vengan a contarme la milonga de la otra vida, no quiero consuelos de mercachifles que se crean en posesión de la verdad por esgrimir unos cuantos papeluchos antiguos entre sus manos.

La respuesta para todo lo que existe y también para lo que no existe debería de estar dentro de nosotros mismos. Pero yo no lo sé.
J. L. Medina
San Francisco
28.11.06

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